Una cerveza [Parte 2]

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-¿Puedo besarte? -peguntó ella de nuevo.


-¡Nooooo! -contestó eufórico el hombre.


-Entonces dime qué le pasó a Roxana -exigió sutilmente la mujer.


El cuerpo del hombre temblaba como si su corazón luchara por escapar de su


pecho. Sus labios aterrados no querían seguir con la conversación, pero aun así,


emitieron una frase tajante.


-Yo la maté.


-¿Cómo? -preguntó emocionada la mujer, quería escuchar algo que ya


sabía, pero esta vez, directamente de la voz del hombre, como si se tratara de un


poema recitado por el propio autor.
-Presioné su cuello demasiado tiempo -dijo el hombre y el llanto vino


nuevamente como un cantante al que le piden una última canción-. No quería


hacerlo... Yo la amaba... ¿Por qué tantos amigos? ¿Por qué tenía que hablar


tanto con otros imbéciles? ¡Yo era su novio! ¡El hombre de su vida! ¡Su dueño!


-el hombre se arrepintió de pronunciar esta última palabra al darse cuenta de


que sonaba grotesca.


La mujer se despegó del asiento y tomó la cabeza del hombre con ambas


manos. Lo miró con ternura, o quizá con malicia, era difícil diferenciarlo. Le


acarició el cabello mientras él lloraba desconsolado, abatido, aterrado.


-Tranquilo, ya estoy aquí -dijo la mujer con sus ojos grises pegados a los


del hombre.


Después acercó lentamente sus labios, y lo besó delicadamente, como si aquel


tipo atormentado estuviera hecho de porcelana y cualquier movimiento brusco


fuera a quebrarlo. Él no dejaba de llorar, intentó resistirse al beso, pero eso no


era posible.


La mujer volvió a su lugar y encendió un cigarro. El humo formó figuras que


se invitaban a bailar entre ellas, y algunas cenizas cayeron en su elegante vestido


negro.


Entonces un joven hizo una estrepitosa entrada a la fuente de sodas. Sus ojos


rojos y llorosos eran la evidencia de que acababa de enterarse de algo terrible


apenas unas horas antes. Su mirada exploró todo el lugar hasta encontrar lo que


buscaba.


El hombre reconoció inmediatamente al joven, a pesar de su aspecto furioso y


desencajado: era Marcos, el hermano de Roxana. Pudo sentir el pesado retumbar


de cada uno de sus pasos, como si se tratara de un gigante de piedra caminando


en dirección a él.


Marcos, después de tres semanas, finalmente había descubierto lo que le


ocurrió a Roxana.


Cuando el hombre y el joven estuvieron frente a frente, las palabras se


convirtieron en criaturas que se negaron a salir de su guarida. La rockola se calló


de nuevo, y el silencio se volvió monarca. Marcos sacó un revólver. Su frente


dejó caer dos gotas zigzagueantes, la piedad salió corriendo del lugar, y una bala


atravesó furiosa el cráneo del hombre sentado en la mesa.


Una oleada de gritos y pánico abarrotó la fuente de sodas. Todos corrieron


hacia la salida, interrumpiendo sus risas espontáneas, besos efusivos y encuentros amigables.


La muerte terminó su cigarro, se sacudió las cenizas del elegante vestido


negro, y miró su reloj... aún tenía tiempo para una cerveza.

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