Poema con labial

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Darío la conoció en la mesa de un café. Sus ojos estaban adornados con algo a
lo que él llamaba misterio. No esperó, y le lanzó una mirada que aterrizó justo
donde él había planeado: la suya.
Se acercó a su mesa, donde ella lo esperaba ya dispuesta a iniciar una plática.
Su historia comenzó con una pregunta convencional: «¿Te puedo acompañar?».
Su nombre era Vanesa. Y sí, tenía pareja. Pero, aun así, había un hotel cerca.
Se convirtieron en amantes, se veían cada cierto tiempo y se disfrutaban el uno
al otro. Ella era hermosa y sus caderas eran escurridizas, aunque su inteligencia a
veces incomodaba a Darío.
Los meses formaron una larga línea, y mientras el tiempo avanzaba sin
prestarles atención, Vanesa y Darío empezaron a sentir algo más intenso. No era
amor, pero sin duda, se entendían dentro y fuera de la cama.
Una vez incluso, Vanesa lo invitó a su casa. Su pareja no estaba, y aunque
ninguno de los dos se atreviera a confesarlo, eso hizo más excitante su
encuentro.
Después de su combate en la cama, Darío examinó un poco la casa. No había
fotos del hombre misterioso con el que Vanesa compartía su vida. Sin embargo,
lo que captó su atención fue la montaña interminable de reconocimientos.
Lo sorprendieron las estanterías adornadas con trofeos de artes marciales,
natación, boxeo y algunos otros deportes.
Vanesa le explicó que eran de su pareja. Y sin darse cuenta, le dio una cátedra
de lo orgullosa que estaba de él, de todos sus logros y lo feliz que la hacía estar a
su lado. Esto sólo incomodó a Darío, pero él sabía perfectamente que no estaba
en posición de reclamar nada.
Dudó por un momento. La persona a la que Vanesa describía parecía el hombre
perfecto. ¿Por qué buscaría un amante?
Sus razones debía tener. Asumió que había una parte de la historia que ella no
le contaba. Entonces su orgullo regresó, seguramente él tenía algo que la pareja
de Vanesa no. Aunque francamente, no quiso preguntar que era.
Durante los meses siguientes empaparon sábanas de hotel y dejaron que sus pieles se conocieran mejor. Aprendieron cada vez más uno del otro, eran
inmensamente compatibles, los perfectos compañeros casuales.
Ella era dichosa y él era dichoso. Sin embargo, alguien siempre sale lastimado.
*
Una noche, Darío tomó un bar como guarida, pidió un trago e intentó
divertirse. Sin embargo, sabía que sólo se embriagaba para ocultarse a sí mismo
un hecho curioso: se estaba enamorando de Vanesa. Lo había meditado durante
las últimas semanas, esto crecía y se salía de control.
Las notas de su canción favorita llegaban hasta su mesa, el ambiente se
animaba, el alcohol ya juntaba los labios de hombres y mujeres dentro del bar.
Darío necesitaba una distracción, y la encontró mágicamente en una mesa no
muy lejana.
Una mujer lo miraba fijamente, su par de pupilas marrones no se despegaban
de él.
Darío la inspeccionó a detalle: era una mujer atractiva, su cabello era castaño,
su rostro era un deleite y sus piernas estimulaban la imaginación. Quería
olvidarse de Vanesa, al menos por unas horas, y la oportunidad no podía ser
mejor.
Revisó su teléfono para comprobar si no tenía mensajes nuevos. No los había.
Sin embargo, se quedó mirando por un par de minutos el rostro de Vanesa en su
fondo de pantalla. No le debía explicaciones y tampoco ningún tipo de fidelidad.
Ella tenía a su pareja, así que él podía tener encuentros con otras mujeres. Todo
estaba bien.
Se sintió preparado para acercarse a la mujer que lo miraba, pero cuando
volvió a posar sus ojos en aquella mesa, su presa se había ido. Se sintió estúpido,
y llevó un trago más a su garganta. Quiso llamar a Vanesa, pero estaba seguro de
que no le contestaría a esa hora.
Media hora después entró al baño, y el espejo le rectificó su borrachera. Abrió
la llave del agua y se enjuagó el rostro para recuperar un trozo de sí mismo.
Ese pequeño lapso fue suficiente para que una criatura furiosa escapara de uno
de los baños detrás de él.
Un objeto, un tubo quizá, golpeó el costado de Darío. El impacto provocó que
cayera de rodillas y su atacante aprovechó su posición para enredarle una gruesa
cinta alrededor del cuello. Darío fue arrastrado hacia el interior de uno de los
baños, y una vez ahí, la mujer de cabello castaño jaló de la cinta mientras Darío se sacudía en un vano intento de lucha. La mujer jalaba con rabia, con ímpetu,
con placer.
En el bar pusieron una canción que hizo que la gente se encendiera y se
levantara a bailar. Las copas chocaron, las risas subieron de volumen, y el cuerpo
de Darío dejó de sacudirse.
En el espejo, la muerte escribió un poema con labial.
*
Ningún semáforo se atrevió a frenarle el paso a la mujer de cabello castaño
durante el viaje de regreso a casa. Al llegar y pararse frente a la puerta, se
preguntó si valía la pena tocar el timbre. Tal vez sería mejor largarse y olvidarse
de todo.
No, eso no era opción. Ella nunca había desertado en nada. Así que, después de
unos minutos de introspección, finalmente presionó el timbre.
Vanesa abrió la puerta, recibiéndola con una sonrisa. Sus labios se perfilaron
para besarla, pero la mujer de cabello castaño giró la cabeza en señal de
rechazo...

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