Trofeos

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Ella fumaba serenamente, dejando que sus pensamientos fermentaran. Él
seguía a lado izquierdo de la cama, sus párpados quietos y su pecho desnudo le
daban cierta aurora de ternura.
Otra vez estaba sin ropa con un tipo en su cama. ¿Por qué lo seguía haciendo?
Mil noches, mil hombres, el mismo vacío que se llenaba temporalmente para
después regresar de manera salvaje.
La luna se acurrucó en sus piernas, y ella se revolcó en el mismo charco lodoso
de memoria: el recuerdo de su padre.
Su padre era un ejemplo de rectitud, el caballero de los buenos valores,
apreciado por toda su comunidad. Pero de noche, cuando el mundo se vaciaba y
sólo quedaba ella, aquel hombre se quitaba la camisa y la máscara de
benevolencia. Arremetía contra ella y se adueñaba de su cuerpo, intentando
apagar una sed violenta, una ansiedad por piel joven.
Y así creció ella, entre falsas apariencias y recuerdos rasposos.
Por eso hacía esto, vagar noche tras noche, saltando de una cama a otra,
grabándose nombres y miradas que olvidaría al día siguiente.
El reloj marcaba las dos de la mañana, y la cajetilla de cigarros estaba a punto
de acabarse. Ella murmuró el nombre de su padre, para luego frotar el pecho de
su compañero de aquella noche. De inmediato, su mano se manchó de sangre. Se
levantó, y como de costumbre, tomó una foto del cadáver, su preciado trofeo.
Limpió y borró toda evidencia con meticuloso profesionalismo. Le aulló a la
luna, ese acto le parecía divertido. Se colocó de nuevo la ropa y abandonó el
lugar mientras la luna le contestaba el aullido.
Se iría tranquila por ahora, pero en algún momento, su vicio regresaría. Al
llegar a su departamento caería placenteramente dormida…

CUENTOS PARA MONSTRUOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora