Parte 13

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Ciento cincuenta dólares había en su mano. Lo suficiente para caminar, sobre la misma Avenida Park, en dirección al sur. Exactamente hacia la terminal Gran Central ubicada en la calle 42 porque, con el dinero obtenido de dos días de trabajo, regresar a casa era el objetivo de Candy. Así que, una vez estuviera en el interior de la icónica estación de trenes, un boleto de este tipo de transporte compraría, para trasladarse hasta Connecticut. Una hora de distancia entre su hogar y el punto en el que se hallaba parada, sosteniendo también en sus manos, sí, por supuesto, su libreto a ensayar. Pero para hacerlo necesitaba estar completamente serena; y la quietud de su pueblo iba a ayudarle mucho.

El montañoso y boscoso North Stamford —con sus numerosos cementerios antiguos del siglo XIX y sus lápidas gravadas inclusive con poesía también hubo sido hogar de notables personalidades como Michael Bolton— era parte de la sección de Stamford y estaba al norte de Merritt Parkway, un andador sumamente verde y por donde a ella se le vería en cuanto arribara a su estado natal.

Para ver el lugar donde creciera, Candy iría a pararse en un observador, y desde ahí miraría: a su pueblo, y donde también estaba su familia, aunque por la hora del día todavía no abrían la lavandería "Always Clean".

Otros negocios sí, como la tienda de abarrotes, la ferretería, la llantera, el extenso aserradero porque de ahí salía un pesado tráiler cargado de gruesos troncos, o la maderería a su costado. Sin embargo, al estar ya caminando por esa área, Candy optaba por cruzar la calle, para doblar en cuestión de segundos en una esquina y seguir hasta llegar a una pequeña plaza comercial donde estaba el local familiar. ¿La vivienda? Unas cuantas calles arriba, por eso la joven mujer volvía a elegir quedarse cerca y toparse con su papá en cuanto éste descendiera del vehículo usado para hacer entregas a domicilio.

Por supuesto, aquel hombre de rubios cabellos y un poco robusto no iba a ocultar la emoción que le diera de ver, sentada en la banqueta del respectivo cajón de estacionamiento, a su soñadora hija, la cual una vez le abrieran los brazos, a ellos correría para saludarse. Pasado el efusivo momento se separaron porque alguien querría saber:

— ¿Y bien?

Entendiendo a la perfección el real significado de la cuestión, Candy, mostrando su libreto decía:

— He conseguido la oportunidad de audición para dentro de quince días, pero quise venir a casa para informártelo y...

— ¿Ayudarme mientras tanto?

— Por supuesto, papá.

— Me parece bien — aquél sonrió complacido, además de que a sus brazos la hija hubo vuelto, demostrando con eso: el verdadero gusto que tenían de verlo, para no decir que, si en la búsqueda de un sueño no se falló esta vez, sí dolía el corazón debido a otro tipo de fracaso.

Pero de ese Candy se olvidaría pronto, no tanto porque no disfrutara haber estado con él, sino porque comprendía que los dos necesitaban tiempo, y quizá con éste ellos...

Para no seguir pensando como se lo hubo propuesto, la joven mujer soltó a su progenitor a la indicación de éste:

— ¿Me ayudas a abrir la lavandería? Traigo un cargamento del hotel que debe estar lo más pronto posible.

— Sí — contestó Candy recibiendo de su progenitor unas llaves para que él fuera a la parte trasera de una mini van blanca y ella a lo que se le pidiera.

En el momento de abrir una puerta, a las fosas nasales de la señorita Whitehills llegó un olor sumamente grato. No sólo la limpieza aromatizaba el lugar sino el de una hermosa flor que, en su maceta, yacía en el mostrador.

Compañeros de cuarto, ¿compañeros de vida?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora