CAPITULO 5: HIKIR

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Tarastic era sin dudas la torre más elevada del templo que en épocas de guerra había sido el puesto de vigilancia más importante de la ciudad. Gracias a su posición estratégica que le permitía un amplio campo de visualización, la torre se había convertido, la paz instalada en el reino, en un recodo bien acojedor dónde se reunían hombres de alto rango tanto para conversar sobre temas casuales e informales como para debatir sobre estrategias y proyectos militares. Por ende, la hermosa vista panorámica que brindaba la torre a sus ocupantes, lejos de ser aprovechada como una poderosa herramienta para el espionaje y la vigía como lo había sido alguna vez, terminaba siendo el regocijo visual de aquellos privilegiados que accedían a ese elevado y reducido habitáculo en busca de silencio y soledad. Los grandes ventanales por los que se podía contemplar el espacio ilimitado, sobredimensionaban ilusoriamente el tamaño del pequeño cuarto circular.

La escalera caracol no parecía terminar nunca para el joven Dragomir que harto de girar y subir, se detuvo unos instantes, no por cansancio sino por mareo. Inmediatamente después, Vittelus apareció detrás suyo seguido por el capitán, y sin que ninguno de los dos le prestase atención, lo sobrepasaron demostrando que la costumbre tenía sus ventajas sobre la juventud. Avergonzado, el muchacho continuó subiendo los escalones de a uno para disimular su desequilibrio. Al llegar a la cima, se acercó a uno de los cuatro ventanales y observó con intensa atención la ciudad descubriendo una Rohandar muy distinta a la que estaba acostumbrado a ver desde tierra. Extensa, misteriosa, llena de recovecos y pequeños puentes encorvados, la ciudad tenía vida propia. La pequeñas casitas distribuídas como por azar sobre la superficie irregular del terreno no respetaban ninguna disposición metódica de ordenamiento. Se propagaban simplemente por las colinas con la misma negligencia con la que se esparce gradualmente un puñado de pequeñas piedras sobre un montículo de arena. Era sin duda una costumbre propia de los hombres del reino de Rohanon que otorgaba a los pueblos y ciudades un aire informal a pesar del estilo sobrio y conservador que poseían las construcciones en general. Y mientras sus ojos descubrían en cada rincón un incentivo visual que lo zambullía en ese maravilloso laberinto de contrastantes desniveles y múltiples pasadizos, una voz lo trajo de vuelta al lugar. Era Vladir que le anticipaba la llegada de una nueva etapa.

Con algunos papeles en la mano, Vladir invitó a Vittelus y al muchacho a compartir la mesa con unas bebidas. Sin levantarse, el capitán extendió su brazo hasta alcanzar la puertecilla de un mueble enano en cuyo interior se guardaba celosamente una vieja botella de vidrio ahumado y cuatro jarras rústicas que distribuyó con inusual delicadeza sobre la mesa. Las tres jarras se llenaron menos la cuarta que aislada en el borde de la mesa, acaparó la atención del muchacho. Vladir desenrolló cuidadosamente los papeles sobre la mesa y luego de probar un sorbo de aguadulce, colocó el recipiente sobre la punta de la hoja evitando así que el pergamino retornase a su retorcida posición inicial. Vittelus lo miraba hacer mientras Dragomir se distraía con un curioso duende de piedra empotrado en la pared que iluminaba la habitación con una diminuta antorcha sujeta a sus cortos y gruesos dedos. El muchacho sintió de pronto la incómoda presión que ejercía la aguda mirada de Vittelus sobre él. El viejo lo observaba con sus ojos húmedos y brillosos que hundidos en la cara como se hunden dos trozos de carbón incandescente sobre al hielo, se destacaban lúgubremente del resto de los rasgos faciales. Vittelus no solía moverse demasiado y por lo general, sus ojos globulosos rotaban ansiosamente dentro de sus órbitas ahorrando a la cabeza giros innecesarios. Su voz era áspera y grave a tal punto que Dragomir debía la mayor parte del tiempo concentrase de sobremanera para lograr descifrar lo que el viejo pretendía decir ya que la pronunciación de Vittelus no sólo era deplorable sino que una escupidera voraz provocada por el roce de su lengua con único diente frontal, impedía cualquier esfuerzo por adivinar alguna de sus palabras mal moduladas. Dragomir tomó su jarra y bebió del aguadulce mezquinando las dosis que se inyectaba lentamente en su garganta.

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