22. La puerta al infierno

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Gigante como una montaña, feroz como la tormenta, Kronar volaba sobre un gran desierto. Un manchón rojinegro lo seguía de lejos, con torpeza, luchando para mantener el equilibrio ante tan tremenda velocidad.

«Sube el ritmo, Zorak», habló el dragón rojo, en el lenguaje divino.

«Lo... lo intento, padre», respondió el lertino.

Al moverse por los cielos, parecían dos serpientes aladas. En aspecto físico, el chico era muy parecido al grande. Los tamaños no eran comparables, mientras que uno sobrepasaba los 150 metros de longitud, el otro solo alcanzaba los 50. Para tener poco más de un año, el desarrollo del dragonzuelo era mucho más rápido que el de cualquier zneis.

El recorrido que Kronar hubiese hecho en unas cuantas horas, les había tomado días enteros gracias a Zorak. El rojo estaba molesto, pero sabía que era un mal necesario. Hacer madurar a su cría era primordial para que ayudase en el frente.

Sin embargo, lo que para Kronar había sido una larga y tediosa peregrinación, para Zorak significaba la primera aventura fuera del archipiélago, de su hogar. Estando afuera comprendía la agonía de su padre. El mundo exterior era muy diferente a Tierra de Fuego. Estaba devastado, débil, como si se estuviese recuperando de una enfermedad.

El gigante rojo era consciente de que en las entrañas de sus dominios aún quedaban vestigios de esa enfermedad. Eran pocos, pero aún causaban impacto en el perfecto equilibrio: humanos. Los camellos, principal fuente de alimento draconiano en medio oriente, estaban siendo secuestrados por pequeñas tribus humanas que migraban de una madriguera a otra. Eran difíciles de encontrar, pero cuando lo hacía, se aseguraba de poner fin a sus miserables vidas.

Kronar repudiaba encontrarse con humanos, por eso dejaba que sus zneis se dieran festines con ellos. Para su fortuna, el lugar que sobrevolaba en ese momento quedaba fuera del alcance de formas de vida inferiores.

A la mitad de un desierto en el medio oriente, muy cerca de una antigua vialidad, un enorme pozo de fuego ardía sin reparo. Visto desde el cielo, parecía la entrada al mismísimo infierno. Aún con el sol alto en el cielo, las flamas de aquel fenómeno iluminaban los alrededores con mayor intensidad. Era un fuego que no se apagaba.

 Era un fuego que no se apagaba

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Fuego y Escarcha: La Era del Fuego IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora