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El calor iba en aumento, como un horno gigante que ingería la vida y cocía la muerte: oscura, maloliente y perversa. Las llamas nacían de la ira y la codicia de ese hombre; la maldición había sido lanzada sobre ellos: hombres, mujeres y niños ardían por igual y sin piedad en las fauces ígneas de los demonios que se jactaban de aquellos desgraciados.

La madera de los edificios sudaba ante su inmolación. Se escuchaba el crujir de las vigas como si de sollozos se tratara, y al mismo tiempo era como escuchar a una bestia triturar los huesos de su presa.

Las almas parecían elevarse con el humo hacia la oscuridad gélida de la noche próxima, fundiendo sus lamentos con el silbido del viento. El sonido de las llamas figuraba una risa malévola y macabra de un ser tenebroso. Los demonios parecían materializarse en aquel lugar, disfrutando del sufrimiento, bebiendo la sangre derramada y mascando la carne chamuscada, era como un banquete infernal al que las víctimas habían sido obligadas a asistir como platillo principal.

Los lamentos y gritos de guerra resonaban con fuerza en el silencio de la inminente noche fúnebre que se acercaba como un manto oscuro sobre el orbe celeste, un manto que cubriría los cuerpos inertes de los infelices. Las plegarias se elevaban con desesperación en busca de ayuda divina, pero eran opacadas por las demoniacas llamaradas que las atrapaban en el aire, desesperanzando a sus oradores. «Los dioses no están aquí» pensó uno justo antes de morir, «Ellos no van a venir, no existen».

El fuego también parecía gritar con ira, se manifestaba con ese carácter iracundo e imprevisible que caracteriza al mal.

Dicen que la felicidad de los demonios es la ira de los hombres, y su deleite el dolor de los inocentes.

Las llamaradas sobrepasaban los tejados. Las volutas de humo eran agresivas, lanzando lastimeros golpes de astillas y, no conforme con privar de oxígeno el lugar, contaminaba el poco aire que quedaba con virutas para que la respiración fuera mortal.

El cielo se teñía de rojo escarlata en el crepúsculo. El sol se ocultaba tras la hilera de montañas que se dibujaba en la lejanía, entre las sombras y su resplandor. El astro rey se sintió desgraciado y las nubes lo ocultaron de la vista de la martirizada multitud.

Sangre, sudor y lágrimas bullían y se mezclaban con la tierra. Un estandarte marrón ondeaba entre las flamas. El acero de las armaduras brillaba al punto que parecía tener luz propia, y las espadas inmisericordes cortaban la carne y extinguían la esperanza de los desafortunados campesinos.

Los hombres de la aldea daban pelea con sus herramientas de agricultura. Golpes torpes y fallidos, movimientos que no se comparaban con la táctica bélica y disciplinada de los soldados.

Mujeres y niños que ingenuamente buscaban resguardo del filo enemigo en sus hogares pronto se percataron del error cometido, pues éste se tornaba en un ataúd en crematorio, donde morirían calcinados o asfixiados por el humo. El horror de la masacre trastornaba a otros quienes se quedaban de pie o en el suelo mirando a sus allegados morir de crueles maneras que sólo podían concebir en sus más aterradoras pesadillas.

El filo de los soldados no perdonaba a nadie. Y nadie podía huir del juicio de ellos, el juicio del ambicioso e iracundo Foss.

Las casas se caían a pedazos. Los animales agonizaban en su encierro, goleando las paredes con locura y desesperación en su intento de huir, pero todo era en vano, las llamas también los habían alcanzado.

El fuego en los sembradíos se expandía con la velocidad de un rayo, consumiendo el trabajo de meses en unos pocos minutos. Muchos insectos se habían tornado en llamas voladoras que llevaban el fuego más allá de los límites del poblado; luces lúgubres que anunciaban la tragedia en el linde del bosque. Las aves se alejaban de la aldea despavoridas, mientras las copas de los árboles en el linde se mecían con inquietud y preocupación ante la amenaza amarilla y naranja.

Sólo un par de militantes cayeron ante la desesperada y animal defensa de los lugareños, pero nada más. Por su parte el resto del reducido ejército sólo tenía moratones y uno que otro rasguño. Se urgían entre ellos a terminar con la labor antes de quedar atrapados en su propia trampa infernal. Varios de ellos vaciaron la grasa que les restaba sobre algunos aldeanos y luego les prendieron fuego. Los aldeanos ardieron entre gritos desgarradores y manoteos al aire. Los soldados se urgieron a retomar la formación antes de dar un último y veloz vistazo alrededor.

Terminaron el trabajo, tomaron a sus muertos y marcharon por el único camino que quedaba libre, quemando tras de ellos el sendero, para completar el halo en torno a la aldea, esa muralla luminiscente maldita.

Los gritos hendieron en la naciente oscuridad, haciendo eco en la eternidad de ese lugar abandonado por la misericordia de los dioses que veían con indiferencia la muerte de sus fieles servidores.

Pronto el único sonido que quedaba era el de las hambrientas llamas consumiéndolo todo, como bestias insaciables, gruñendo entre cada bocado y crujiendo al mascar.

El trabajo estaba hecho,pensó el capitán, su señor debía estar orgulloso de su humillante y terrible labor.

REY NADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora