Capítulo 36[ Parte 1]

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Aegon entreabrió los ojos. En un acto casi inconsciente, inherente al hábito de nunca haber compartido el lecho en donde dormía, intentó acostarse del lado izquierdo pero el cuerpo tendido de Arianne sobre la mitad del suyo le obstaculizo.

Tontamente, cavilo el porqué se encontraba la princesa de Dorne dormida sobre su pecho, abrazándolo y encajando su rostro contra él; el porqué sus mantas y almohadas estaban impregnadas de un olor obsceno y a la vez agradable; el porqué se sentía satisfecho y a la vez cansado.

Entonces cayó en la cuenta de lo sucedido. De lo evidente. «Solo busco diversion, sin compromisos ni ataduras» le dijo la anoche anterior antes que sucumbiera una vez más al deseo.

En otro acto reflejo, su mano más próxima a la princesa se deslizó sobre su abultada y lustrosa cabellera, casi sin tocarla, únicamente usando las yemas de los dedos, por miedo a despertarla. Procurando seguir el camino trazado por sus rizos.

Ahí, dormida apaciblemente, la secuaz de su hermana no parecía tan intimidante. Nunca lo había sido. Pero el instinto de Aegon a menudo le advertía sobre los riesgos de estrechar lazos con la heredera del príncipe Doran Martell, su instinto le dictaba que Arianne era tan mortal como las tierras desérticas que iba gobernar.

«En definitiva no existen las doncellas indefensas» pensó al considerar el largo trayecto que recorrió durante sus travesías ribereñas y los inconvenientes que había afrontado. Comenzaba a tenerle más miedo a las damas de la corte que a los salvajes de Más allá del Muro. Mínimamente a estos últimos sabía cómo enfrentarlos.

Esta vez medito aún más, en profundidad, su actual situación. Llegando a la conclusión de que si era Arianne la elegida por su hermana para matarlo y de ser inevitable, su mente y cuerpo preferían que lo hiciera justo ahora. En ese instante podía morir feliz, entre el falso amor de la princesa que no se diferenciaba de los sentimientos de su prometida o de una meretriz.

No obstante la ilusión contenía un poco de calor, un calor que producía en él una sensación agradable como un veneno dulce. Pero un veneno al fin y al cabo.

Arianne refunfuñó. Incluso dormida, se encontraba molesta por los movimientos de un Aegon ya despierto. No dudó en expresarlo, estremeciendo y crispando su cuerpo como un perrito junto al hogar de los grandes salones. Un perrito belicoso. He igual que un perrito intentó apaciguarla con algunas carantoñas para luego quedarse quieto nuevamente.

El simple hecho de verla dormir, le obligó a optar por volver a sumergirse en sus sueños. Pero no lo logró. Estaba acostumbrado a levantarse desde muy temprano. Una costumbre impuesta por su abuelo materno.

«No te pienses que porque tienes una habitación lujosa en el castillo y el blasón real en el chaleco puedes convertirte en un pillo holgazán que se pasa el día roncando en la cama y sólo se levanta para atusarse el cabello. No voy a consentirlo. Serás un príncipe Targaryen, pero por tus venas corre la sangre de los Primeros Hombres y voy a convertirte en un Stark, en un Rey del Invierno del que puedan sentirse orgullosos tus antepasados» le espetó su abuelo el día que decidió permanecer en la cama hasta el mediodía, temeroso por la inminente muerte de su madre luego del nacimiento prematuro de Jaehaerys.

Había pasado tanto tiempo, pero el recuerdo seguía presente en su cabeza. Algo sorprendente pues solo tenía cinco años en ese entonces, pero la frialdad del tono de Lord Rickard Stark había marcado aquel recuerdo para siempre, como muchos otros, puesto que las memorias de su niñez en Desembarco del Rey, casi en su totalidad, se dividían entre las intimidaciones de su tío y las enseñanzas de Lord Stark. Quien era un hombre duro, criado en tierras crueles y que difícilmente una potencial muerte de su hija le doblegaría en sus deberes.

El reinado de RhaegarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora