c h a p i t r e • u n

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Habíase cada quien, en aquella fría tarde de tormenta, refugiado bajo el techo de su casa o puéstose bajo el pobre cuidado de cualquier cornisa que pudiese, al menos por un momento, llamarse hogar

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Habíase cada quien, en aquella fría tarde de tormenta, refugiado bajo el techo de su casa o puéstose bajo el pobre cuidado de cualquier cornisa que pudiese, al menos por un momento, llamarse hogar. La tenue luz del Sol se reflejaba con suavidad en el agua sobre las aceras, mucho más frías y sólidas que el barro al que sus pies descalzos estaban acostumbrados a pisar.

Se encontraban las calles de la Marais completamente desiertas a razón del imprevisto clima, salvo por la mata de espeso cabello, negro como el azabache, que una niña de no más de ocho años ondeaba como una bandera al correr. Contrario al asombro que sentían aquellos que poco conocían sobre París al ver la opulenta arquitectura de aquellas casas, el miedo comenzó a carcomer sus entrañas apenas vio su sombra, el miedo que su madre le había enseñado.

Aléjate de los adinerados, pulga, aléjate de sus casas, aléjate de sus hijos, aléjate de los lugares que frecuentan. Y tenles miedo, mucho, mucho miedo.

No fue hasta que se encontró con la puerta de bronce, esa que no dejaba entrar a la casa, sino que guiaba al jardín, dejada abierta por accidente, que sus pies se detuvieron y se permitió, por un momento, apreciar la aterradora belleza de la casa que ante ella se alzaba imponente. Estaba pintada de un azul tan claro que estaba segura de que debía parecer de un blanco grisáceo bajo la luz del Sol, como si estuviera bajo un hechizo, como si el azul estuviera vivo y su timidez solo le permitiera salir cuando la lluvia limpiaba las calles de ojos curiosos.

No era tonta, sin embargo. Trató con todas su fuerzas de acallar las infantiles voces dentro de su mente que le hablaban de magia, aquella que las personas blancas habían creído por tanto tiempo que su madre podía hacer, aquella por la cual ella misma sería quemada si alguien escuchaba sus pensamientos y se enteraba de la erróneamente llamada sangre gitana que corría por sus venas.

Con pasos cortos, rápidos y ligeros, cruzó el jardín de pulcramente recortadas flores, muchas más coloridas que las que la niña había visto jamás, mientras su corazón latía con tanta fuerza que temía que se le fuera a salir del pecho y se puso de puntas para lograr alcanzar la aldaba de plata. Largos minutos pasaron en los que la bola de pelos que respiraba débilmente entre sus brazos fue su única compañía.

Al fin, cuando estaba a punto de darse la vuelta y buscar otra casa, la pesada puerta de madera se abrió dejando ver a un hombre negro, con el porte tímido común de los criados, que no pudo evitar fruncir el ceño ante la niña de aspecto marginal e indigente parada en el recibidor. Ningún mendigo tenía el coraje de acercarse tanto a una casa, solo que el propósito de aquella visita no era pedir limosna.

—Buenas tardes, monsieur, ¿cómo se encuentra usted? —saludó cortésmente, para no tildar de maleducada.

Tras del hombre, cuyo nombre era Antoine, estaba ligeramente asomado un niño de rizos rubios, a quien cuando se le preguntaba el nombre se limitaba a susurrar Enjolras, vestido con un traje de lino y que aparentaba ser unos años mayor que la niña, aunque tenían la misma edad.

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⏰ Última actualización: Oct 25, 2020 ⏰

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