CAPITULO 2

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La calle de las flores era una calle muy amplia y de anchas banquetas.
De las jardineras que recorrían las orillas, haciendo honor a su nombre sobresalían multitud de flores que los habitantes del lugar se habían encargado de sembrar y cuidar.
Geranios de todos colores, lilas, rosas, girasoles, dalias, jazmines y margaritas, y muchas florecillas silvestres qué habían germinado solas.

Algunos fresnos se erguian fuertes y altivos a lo largo de la calle, dando mucha sombra y frescura,
los arbustos del tulipán se desparramaban entre los árboles.

El paisaje local se teñia de morado cuando las bugambilias florecían profusamente en la primavera.

No era una calle grande, constaba solo de tres  cuadras.
Al final la calle se cerraba.
Estaba ubicada de tal manera que no le funcionaba a ningún vehículo meterse por ahí para pasar,
n
o había paso, por lo que era una calle tranquila y segura.

Los pocos autos que entraban eran de los mismos vecinos.
Al llegar por la tarde de trabajar  y sabiendo que la chiquilleria jugaba afuera, entraban con sumo cuidado.
.
Todos los vecinos limpiaban su parte de  la calle y cuidaban con esmero los árboles y las plantas.
Los domingos en la mañana tocaba hacer jardín.
Podar, abonar y regar.

La señora Jiménez del No. 95 cuando regaba su jardín jalaba su manguera hasta la acera para mojar las plantas y la tierra del único árbol de laurel que había en la calle y que estaba en su banqueta.

Su esposo había construido una barda baja de ladrillos a su alrededor para protegerlo.

Su hijo adolescente y sus amigos habían tomado el laurel su lugar para reunirse después de sus deberes,
y la protección de ladrillos para sentarse.

Ponían un radio de pilas y se pasaban ahí un buen rato charlando con algunas chicas, sus vecinas y amigas.
  Y escuchando su música.
Siempre cuidando de no dañar el arbolito.
Chicos y grandes se preocupaban al respecto.

Estela, una niña de diez años, la hija del maestro que daba clases en la escuela primaria de la colonia, salía al igual que todos los niños a jugar a la calle después de la comida.

Se le unia Ivonne, su amiguita de al lado de su casa dos años mayor que ella.
Se sentaban en la orilla de la banqueta a ponerse sus patines y la calle se convertía en su pista,
la recorrían hasta el final y volvían.
Y daban  una y otra vez la vuelta patinando.
Se habían dado algunos sentones al principio pero después de un tiempo eran estupendas corredoras.

Los vecinos de la calle de las flores asumían que la calle les pertenecía por eso se ocupaban entre todos de todo lo concerniente.
Para los niños la calle era una prolongación de sus propias casas.

La calle de las flores era invadida todas las tardes,
las familias eran numerosas por lo que había muchos niños y niñas.

Las mamás que tenían bebés caminaban juntas empujando sus carriolas,
las amplias banquetas les permitían hacerlo con holgura.
Las señoras mayores platicaban sobre la verja al mismo tiempo que vigilaban a los niños más pequeños.
algunos señores
ponían mesitas y jugaban dominó junto a sus puertas, los ancianos se sentaban bajo la sombra de los árboles.

Los pubertos  hacían junta en las esquinas.
Las chicas se ponían  a conversar  sentadas en la orilla de las aceras.

El barquillero, el de lo dulces y el de las nieves hacían su mejor venta cuando entraban a la calle de las flores.
Todos los chiquillos iban con sus mamás por el veinte o el tostón para comprar.

José Luis hijo de los Jimenez del No. 95 y Carlos Elías Villareal su mejor amigo que vivía al final de la calle, eran dos jóvenes preparatorianos becados por sus excelentes calificaciones.

 El No. 95 de la calle de las floresWhere stories live. Discover now