Los extranjeros

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Capítulo 10

-Sabe usted, cuando se comete un hecho atroz, el mundo se envenena de energía negativa, contaminando cada rincón del espíritu humano.

La voz del anciano se mezcló entre el crujir de la leña ardiente y algunos aullidos lejanos que pondrían los pelos de punta a más de un niño. Francisco, con ambas manos en el bolsillo, le hacía frente al despiadado frío invernal. Había decidido pasar un rato más con Ignacio. Intuía que la historia que estaba a punto de escuchar podría tener algún dato significativo. Las historias orales,  muy frecuentes en poblaciones campestres, eran por naturaleza propicias a contagiarse de elementos subjetivos. Un investigador debía agarrar con pinzas ese tipo de relatos.

El anciano añadió más leña al fuego, la temperatura parecía haber vuelto a descender.  La niebla, vieja compañera de aquel lugar siniestro, rondaba silenciosa entre las tumbas desnudas.

Preparó nueva yerba y el primer mate fue para el invitado.

-Durante 1870 una familia de italianos se establecieron en las colonias cerealeras de Santa Fe, en medio de una cruenta guerra civil que involucraba a varias provincias.

-Durante la presidencia de Sarmiento, agregó Francisco. El viejo asintió levemente.

-Los Beiruti pronto lograron establecer buenas relaciones con los vecinos más importantes. Invernaderos, criadores e incluso con el gabinete del gobierno en Buenos Aires. Era una familia numerosa, trabajadora y muy importante en el norte de Italia.

Don Ignacio hizo una breve pausa mientras sacaba de un pequeño horno un trozo de tortilla casera. El aroma hizo que el estómago del periodista rugiera.

-En la primavera de 1875 -prosiguió - los Beiruti habían adquirido algunas extensiones de tierra hacia el norte. Con el tiempo  abrieron una fábrica de cueros en Tucumán.

-¿aún existe?

-No, fue cerrada por Ongania.

Francisco anotó ese dato.

-Nadie sabe porque ni cuando, pero la familia italiana sufrió una terrible crisis interna. Hubo divisiones, amenazas y traiciones.

-¿Recuerda sus nombres?, interrumpió Francisco.

Don Ignacio negó con la cabeza mientras sorbía ruidosamente el mate.

-Nunca fue algo importante en estos tipos de relato. Sólo se nos decía que la discusión fue entre hermanos. El mayor permaneció en las colonias, el menor en Tucumán.

Francisco sintió una leve espina de decepción. Sin nombres no hay información, pensaba.

El viejo prosiguió.

-Finalmente la familia se dividió. Algunos se quedaron en Santa Fe y otros se albergaron aquí. Entonces ocurrió la tragedia, concluyó en un tono lúgubre.

En ese momento un fuerte silbido irrumpió bruscamente. Francisco se movió incómodo en su silla, observando hacia los altos muros cubiertos aún por el velo neblinoso.

-No le haga caso, dijo Ignacio. Su voz se oyó Serena y fresca.

-¿A quién..?

El viejo lo miró con obviedad.

-Los espíritus son susceptibles a los recuerdos del pasado. Les disgusta este tipo de conversaciones. No se preocupe, aquí es suelo sagrado, agregó con naturalidad.

Francisco tragó saliva. Se había puesto nervioso.

Se quedaron en silencio unos minutos, como sí existiera alguna tregua en el campo de batalla entre ellos y los espíritus deambulantes. Francisco alejó los pensamientos irracionales y preguntó.

-¿Cual fue la tragedia?

-Un niño de diez años fue asesinado justo aquí. Exactamente detrás del mausoleo, junto a los viejos robles. Era hijo del Beiruti establecido en la provincia.

Francisco quedó atónito. Por un momento se sintió atrapado en una inmensa telaraña de historias inconexas.

-Nunca encontraron a los responsables. Al poco tiempo las desgraciadas se trasladaron a Santa fe. Accidentes extraños, enfermedades espontáneas. Los Beiruti parecían estar maldecidos por el mismísimo demonio, susurró.

-¿Quien le contó la historia?, preguntó Francisco.

-Mi padre. Y su padre se la contó a él, y así sucesivamente. Es una leyenda que cobró mucha fuerza en Santiago. Los lugareños solían decir que los Beiruti habían pactado con el diablo mediante una secta  y que éste los traicionó.

-¿Una secta? Se refiere a rituales y ese tipo de cosas, dijo Francisco con una pizca de incredulidad.

Otro silbido atravesó el cielo y se perdió en la lejanía. El cementerio parecía susurrar desde sus entrañas como si fuera un monstruoso gigante enfurecido.

-El crimen del niño fue el pago de un "trabajo", dijo el anciano creando comillas imaginarias con las manos.

Francisco guardó silencio unos minutos. Analizaba la historia que, aunque le parecía fantástica e irreal, sentía vislumbrar atisbo de verosimilitud.

-¿Alguien más ha contactado con esta secta?, dijo finalmente.

-Ja, por supuesto, respondió sin importancia. Durante el siglo XX muchos lo hicieron, o al menos eso es lo que comentan las malas lenguas, agregó encogiéndose de hombros.

-¿Conoció a alguien que lo haya hecho?, preguntó Francisco.

El sereno entornó los ojos con sorpresa.

-Joven, no sabe lo que está diciendo, respondió intuyendo el propósito de Francisco.

-No soy supersticioso, se defendió. Sonreía tímidamente.

-Hay cosas que es mejor no saber, puertas que es mejor no cruzar. A veces, la ignorancia es necesaria, advirtió.

-Sí conoce a alguien me gustaría que me lo presentara.

El anciano suspiró.

-Un viejo amigo tal vez pueda ayudarlo. Tiene una modesta casa de comidas en Monteros. Se llama Rubén Cejas.

Francisco apuntó los datos.

-Muchas gracias. No le quitó más su tiempo, dijo con formalidad. El anciano lo acompañó hasta la entrada.

Cuando Francisco salió del cementerio don Ignacio puso a hervir agua, subió el volumen de la radio que captaba una vieja canción de palito Ortega. Luego se sentó a esperar.  Tenía la mirada pérdida cómo si los recuerdos de un grotesco pasado lo abrumaran. El auto de Francisco hizo sonar el claxon dos veces cuando cruzó frente a la puerta. Ignacio lo saludo tímidamente.

-Adiós joven, adiós, murmuró con notable melancólica. Un nuevo coro de silbidos irrumpió en la fría noche.

Un pasado siniestro(Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora