La calle de la muerte

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Capítulo 6

Dos días después de haberse entrevistado con la doctora Carvalho, Francisco volvió a visitar la zona fantasma que  tanta intriga le causaba desde el inicio de su investigación. El pasaje Bertres estaba oculto entre  las calles Rivadavia y Monteagudo; pero una vez allí, aquella soledad que emanaba parecía propia de un estéril e inaguantable desierto africano. El suelo de tierra se extendía como un continente virgen que yacía recóndito entre altas murallas que formaban las casas ubicadas en ambas esquinas, como si fueran dos colosales Esfinges protectoras de aquella tierra maldita y misteriosa.

Hasta Francisco, que era un escéptico desde la punta de los pies hasta el último de su lacio cabello castaño, sentía una energía que emanaba desde las profundidades del pasado y que se manifestaba de forma psíquica producto del contexto actual. No aceptaba la idea de que un ser del otro mundo haya divagado escupiendo bolas de fuegos creando caos y destrucción a su paso; aquella charlatanería inculta era impropia en su diccionario. Aceptaba que el pasaje era lúgubre por las añejas viviendas y los agotados sauces que estiraban sus ramas hacia el cielo azulado evitando una mayor penetración de luz solar. El lugar estaba sucio, como la mayoría de la zona céntrica de la ciudad, pero era la falta de movimiento peatonal lo que le brindaba ese aspecto macabro; la soledad es compinche de la muerte.

Le gustaba esa clase de soledad. Tal vez una persona común y corriente jamás hubiese osado adentrarse inocentemente en las fauces de aquella caverna ancestral.  Pero Francisco se sentía especial, diferente. Desde su breve infancia en Inglaterra  ya había experimentando el néctar de los dioses del amor propio. Durante su adolescencia rozó el narcisismo, pero recuperó la línea cuando ingresó en la universidad.  Francisco no se consideraba un soñador, pero desde que había empezado a entrevistar a las personas relacionadas con el incidente H42 una extraña melancolía lo golpeaba tímidamente desde sus entrañas cada vez que sentía que no obtenía resultados, como si estuviera jugando a las escondidas en el laberinto junto al Minotauro y sin la ayuda de Teseo. Entonces se dejaba seducir por la soledad fantástica del pasaje Bertres, y como si un aura celestial intercediera, sus pensamientos poco a poco se aferraban a una nueva salida.  Había perdido la cuenta de las veces que había paseado sin pensar en nada particular por aquella calle sin asfalto y rodeada de ventanas rotas y puertas cubiertas por tablas de madera. Entre ir y volver tardaba cinco minutos, pero era suficiente para que las arenas del pasado reactiven el mecanismo de una memoria entrelazada de problemas sin resolver. Francisco lo pensaba de ese modo; no era un efecto sobrenatural sino inspiración, genuina e inocente inspiración.

Se sentó en el lugar de siempre, un estrecho pórtico de dos escalones que generalmente estaba cubierto de basura y botellas de cerveza; aquella ocasión no fue la excepción. La enorme puerta a su espalda era de un marrón oscuro que dejaba a la vista los mensajes inscriptos de los adolescentes enamorados. El último mensaje narraba “Sofia y Max, eternamente en la oscuridad”.

Había llevado el cuaderno de memorias pero lo dejó guardado en su portafolio, en cambio, leía una novela detectivesca de una joven escritora inglesa que ganaba miles de pulgares arribas en todas las redes sociales.

A pesar de algunas nubes grises, el sol se había acostado en una mancha azulada de cielo como si fuera un rey caprichoso que se niega a perder su trono. Eran casi las tres de la tarde y parecía más una jornada típica de septiembre que una estación invernal; Francisco se sentía a gusto, aunque su lectura lo había llevado a la lluviosa ciudad londinense.

El claxon de un camión lo arrancó bruscamente de aquel mundo detectivesco. Miró disgustado como dos recolectores de basura corrían junto al enorme mastodonte triturador que avanzaba a paso de tortuga produciendo un ruido ensordecedor y monótono. Con cierto estupor vio que eran casi las cinco de la tarde, y por un momento pensó que aquella calle histórica era dueña de las arenas del tiempo. Se decidió a marcharse.

Un pasado siniestro(Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora