Dos.

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En el pueblo reinaba un silencio básicamente proporcional a la cantidad de clientes que cada noche llegaban a la cantina en busca de una bebida fresca con la cual remojar su garganta después de una dura jornada en el campo; por supuesto, que casi nunca faltaban los malvivientes y rufianes que rondaban como buitres buscando los escondites más seguros y a pesar de que los forasteros no eran muy bien acogidos en la población, Charlotte, la dueña del establecimiento, recibía de mil amores los dólares con los que estos pagaban por la bebida y la diversión… con tal de que no se hicieran notar peleando en la calle, a esta mujerona de negocios, no le importaban el pasado ni la reputación de su clientela; si eran o no criminales peligrosos, no era su responsabilidad, sino del Sheriff y de la pizarra en la que este posteaba los retratos de los más buscados; sin embargo, con tanto merodeador desperdigado por la guerra civil, la identificación de tantos individuos era cada vez más difícil.

El sheriff Parker era un hombre practico ante todo y hacía lo posible por mantener la paz en esa pequeña localidad olvidada de la mano de Dios, a pesar de que a sus casi setenta años, no tenía ya mucha fuerza física de la cual echar mano, esa desventaja era suplida con creces por una inteligencia aguda y la experiencia obtenida durante su larga carrera como brazo de la ley; aunque para ser sinceros, la verdad era que hasta hacía varios meses, lo que se hubiese llamado “el brazo fuerte de la ley” en ese pueblo, había sido representado por su ayudante Nigel Barnes, que dicho sea de paso, aunque este hombre gozaba de la plenitud de su vida, nunca había sido muy inflexible al término “justicia” y tampoco había honrado mucho la estrella de latón que lucía en el pecho… eso le había costado la vida a manos de un grupo de desertores del Ejército Confederado del Sur.

Esa noche Parker se hallaba sentado justo en la entrada de su oficina; lugar que también hacía las veces de cárcel. Fumando un cigarrillo y lanzando el humo al cielo, que coloreado con millares de puntos luminosos habría parecido vestido con sus mejores galas, de no ser por alguna que otra nube entrometida que de vez en cuando, cubría a la luna llena entorpeciendo su tarea de bañar con su luz mortecina todo lo que yacía bajo ella. Entornando los ojos el sheriff vislumbró en la oscuridad momentánea, la silueta de un hombre que a paso rápido se acercaba en su dirección, de modo que se puso de pie para recibir al visitante desconocido.

De pie y bajo la luz lánguida de la luna, el Sheriff no parecía en absoluto el hombre avejentado y cansado que era, aún tenía aquel aire que dejaba ver a todas luces lo temible e implacable que había sido metiendo en chirona a decenas de asaltantes y asesinos capturados con sus propias manos. Para hombres como él, la ley no era un juego; sino un concepto básico que separaba a los hombres de los animales.

—Buenas noches Sheriff. —saludó con voz ahogada el señor Smith, vecino de la casa de los Patterson.

—Buenas noches ¿en qué puedo servirle? —respondió Parker con amabilidad, dejando claro que a pesar de ser un hombre rudo, seguía ahí para servir a los habitantes del pueblo.

—Sheriff Parker, por favor acompáñeme a casa de la señora Patterson —rogó el señor Smith—, yo mismo he escuchado gritos y un disparo. Mi esposa está temerosa de que alguna de las niñas pueda estar herida.

Sin decir una palabra el viejo Sheriff entró a la oficina, tomó el rifle de la pared y salió para encaminarse al lugar de los hechos.

—Dios quiera —murmuró para él mismo—, que las chicas se encuentren bien.

Y su alta estampa se disipó con el señor Smith pegado a sus talones en la penumbra de la estrecha y polvorienta calle.

***
Ya fuera de la casa, Judy vaciló un momento en cuanto a que ruta seguir. No tenía caballo ni dinero por lo que se preocupó en la forma de obtenerlos.

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