Cinco.

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Durante el transcurso de la noche, después de salir de la cantina el viejo Sheriff y Robert se habían dedicado a hacer rondines en las cercanías del pueblo aprovechando la luz de luna; el viejo insistía en que Judy no era más que una niña y seguía apostando a que no podía estar muy lejos, pero las horas habían pasado y al final no les quedó más que regresar con las manos vacías dispuestos a volver a salir en cuanto se anunciara la aurora.

El viejo se dejó caer sobre su silla acomodando las piernas sobre el escritorio y poniéndose el sombrero sobre la cara, al cabo de un rato se puso a roncar; por el contrario, Robert se sentó en la acera sobre uno de los escalones aspirando el aire limpio y fresco de la madrugada y cerró los ojos.

Robert y Charlotte habían llegado al pueblo procedentes de Colorado, cuando él tenía solo diez años y Charlotte muchos dólares menos; en aquel entonces, la mujer de negocios nacida en Boston tenía ocho años desde que se había decidido a apuñalar en el estómago a Jeb, el malviviente que la controlaba, y huido después con el niño y la mitad de las mujeres que trabajaban en aquel tugurio de quinta, pero como Jeb Smith era un ser despreciable y con muchas cuentas pendientes en varios estados, le resultó más conveniente dejar ir a la inconforme Charlotte contentándose con conservar la vida, motivo por el cual no levantó cargos.

Habían arribado en la diligencia un domingo a mediodía, justo cuando las personas salían de la iglesia y la mayor parte de ellas, se arremolinaban a los lados de la calle principal para conocer a los recién llegados; entre ese montón de curiosos se encontraba la familia Patterson.

Robert sonrió inconscientemente reviviendo el momento en el posó su atención sobre aquellos ojillos grises que lo miraban con curiosidad y para cuando volvió a abrir los ojos, ya había claridad en el horizonte.

—Vamos hijo— le dijo el viejo dirigiéndose a sus monturas.

Ya se disponían a partir con el primer rayo del sol cuando una voz obligó al Sheriff a desviar su atención hacia el almacén. En la calle ya se veía un poco del movimiento habitual, pero notó algo extraño en el comportamiento de la señora Noah, quien era la esposa del propietario del almacén.

El Sheriff bajó de su caballo y con sombrero en mano caminó hasta donde la señora se encontraba.

—Buen día, señora Noah ¿se encuentra usted bien? —saludó sin pasar por alto que Beatrix Noah se encontraba en su tercer trimestre de embarazo.

—Solo a medias Sheriff —respondió la señora levantando un poco la cabeza para ver al viejo a los ojos—, me gustaría reportarle dos hurtos.

El semblante de Parker cambió al presentir que el asunto de Judy tomaría un giro inesperado para una niña de su edad.

— ¿Qué fue lo que hurtaron? —buscó saber sin querer realmente escuchar la funesta respuesta.

—Al abrir el almacén descubrí una de las ventanas abiertas. Faltan productos básicos como azúcar, pan, café, embutidos y un par de botines de domingo que eran un pedido especial para la señorita Chávez. —Comentó la mujer visiblemente afectada.

El viejo había comenzado a relajarse.

—Y el caballo de mi esposo… —remató, haciendo que al Sheriff se le aflojaran las piernas; sin embargo, se limitó a esconderlo frunciendo el entrecejo pues acababa de confirmar el presentimiento que lo había invadido hacía apenas un momento y atónito, por el error que cometió al subestimar a la chica decidió que no podía darle un minuto más de ventaja.

—Quédese tranquila, creo saber quién es el responsable y ahora mismo salgo en su busca.

—Gracias Sheriff y le hago saber que en cuanto mi esposo llegue se Santa Fe va a levantar cargos.

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