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Al principio Jack Reed avanzó sigilosamente  entre la floresta. Aun a pesar de moverse por entre un mundo paradisíaco, no podía evitar sentir una cierta inquietud cada vez que volvía a transitar por el mismo. Por mucho que quisiera hacerlo, costaba asimilar la idea de andar por un mundo en el cual no había otro hombre más que él. Apartó las hiedras y lianas que caían a su paso, casi siempre jalonadas por grandes coronas de flores que, en tonos blancos, amarillos o anaranjados, pendían desde lo alto cual si se tratase de una lluvia que caía desde un verde vegetal tan infinito como indefinible.

Dio unos pocos pasos hacia adelante y, de pronto, la vegetación se abrió. Un maravilloso estanque que parecía salido de algún cuento apareció ante él; aquí y allá, nenúfares y camalotes poblaban el acuático ámbito coronados con campánulas de color violeta, en tanto que hermosas aves zancudas que parecían recordar a flamencos pero eran infinitamente más bellos, se erguían a ambos lados del estanque, cada uno de ellos sobre una única pata. Peces multicolores se arracimaban contra la orilla y, cada tanto, alguno de ellos saltaba unos centímetros por encima de la superficie de las aguas. No parecía realmente existir para Jack Reed la posibilidad de contemplar un cuadro más hermoso que el que tenía ante sus ojos, tan lejano de cualquier cosa a la que pudiese tildarse de perfectible. No parecía así, al menos, hasta que apareció ella...

No fue que hubiera sido una sorpresa; Jack Reed sabía bien que iba a aparecer de un momento a otro pero, aun así, el verla así de magnífica en su etérea desnudez al otro lado del estanque superó todo cálculo que su cerebro y sus sentidos pudieran llegar a haber hecho previamente...

Era ella, claro: Theresa Parker, la conductora televisiva de aquel insulso programa deportivo que él nunca se dignaría en ver de no ser por la turbadora presencia de tan despampanante mujer. Cuantas veces, cómodamente ubicado en el sillón de su casa, había estado contemplándola con su mandíbula caída, siguiendo con ojos extasiados y hambrientos cad movimiento que ella hacía ante las cámaras luciendo su par de perfectas e increíbles piernas cuya belleza se realzaba por la costumbre que tenía la producción de hacerla vestir con faldas cortísimas. Cuantas veces había soñado con esos ojos de azul profundamente oceánico y con esos labios carnosos, mientras la veía y la oía hablar cosas de las que nunca pudo determinar si tenían algún sentido, puesto que siempre había tenido todos los sentidos atentos a su belleza. Pero qué distinta era esa imagen que le había entregado tantas veces el televisor de la que ahora se erguía en la otra orilla del estanque. Esbelta en su desnudez, como tantas veces la había soñado, ella estaba allí y recién ahora se daba él cuenta de que en realidad nunca había llegado a captar o imaginar su completa y soberbia magnificencia.

Ella comenzó a andar hacia él y Jack Reed sintió que su corazón se detenía; caminó a través del estanque sin tener el agua nunca más arriba de las rodillas mientras sus dorados cabellos caían en gloriosas cascadas cubriendo unos senos cuya perfección, apenas visible por entre las ondas, constituía un llamado a la tentación...

A Jack Reed le temblaron las piernas y, en un gesto casi reflejo, extendió sus brazos hacia adelante, como queriendo asir tanta belleza aun cuando todavía no la tenía lo suficientemente cerca para poder hacerlo. Ella dotaba a cada paso que daba con tal sensualidad y gracilidad que hasta daba la impresión de estar imbuida de una cierta ingravidez, como si flotara sobre el agua o, al menos, sus pies no tocaran fondo alguno. Siguió avanzando hacia él y cuando Jack Reed la tuvo a tiro de sus manos, creyó que moriría, presa de un infarto; de hecho, pudo fácilmente percibir cómo su pulso se le aceleraba y parecía entrar en zona peligrosa: bien sabía él que existía ese riesgo y, sin embargo, insistía en volver y volver siempre...

Era tan penetrante la presencia de la joven y tal el halo de sensualidad que irradiaba, que incluso Jack Reed no logró mantener horizontales los brazos que extendía hacia ella, sino que, por el contrario, se sintió obligado a bajarlos; resultaba paradójico hacerlo ahora que la tenía al alcance de sus manos, pero sintió como si hasta fuera una profanación intentar asir tal perfección. Ella notó ese temor en él y, sin dejar de mirarlo fijamente a los ojos ni un solo instante, le tomó ambas manos y, levantándoselas nuevamente, las llevó a esos pechos tan deseables a los que Jack Reed no podía terminar de ver como alcanzables. Los dedos de él se perdieron por entre los pliegues de aquel maravilloso cortinado que formaba la dorada cabellera y tantearon, por debajo de ésta, la más lisa y perfecta piel que jamás había Jack Reed tocado en su vida. Ella lo atrajo hacia sí y, prácticamente, devoró su boca en un solo bocado y buscó con avidez su lengua hasta encontrarla para luego, enroscarse la de él con la de ella como si fueran dos serpientes bailando alguna especie de danza ritual.

Máquinas del Placer [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora