Andrea tembló al escuchar que él salía a su encuentro en el patio. El viento se convirtió en una lengua gélida que lamió hasta sus huesos. Se abrazó mecánicamente, como si eso fuera suficiente para detener el terror que estaba sintiendo.
Él le colocó una mano en el hombro, suavemente, como siempre lo hacía.
—Oye, por qué estás aquí tu sola. Vamos adentro, aquí hace frío.
Andrea se giró para darle la espalda y alejarse de sus manos cálidas. Estaba tensa y tenía la sensación de que él escuchaba su corazón desenfrenado.
—¿Amor, qué pasa? ¿Te sientes mal?
Su caricia, esta vez, no la confortaba. Hacía veinte años Andrea se enamoró de él precisamente por su forma de tocarla. Cuando la abrazaba se sentía segura, se sentía querida.
—Mi vida, si quieres te preparo un té. Vamos adentro, no quiero que te congeles.
Aquella primera vez que se quedaron hasta tarde, platicando, se había enamorado de su voz, de sus palabras dulces.
Levantó la mirada para toparse con los preciosos ojos azules de Erick. Su gesto representaba una preocupación honesta.
Ahora no sabía qué era real y qué no.
—¿Andrea, Cielo? ¿Qué sucede?
—¿Es verdad?
—¿Qué? —dijo él, tranquilamente, y Andrea bebió un sorbo de esperanza.
—Lo que dijeron sobre ti. ¿Es verdad?
—¿De qué hablas, amor? ¿Quiénes?
—¿Hiciste todo eso? ¿Es real?
—¿Real? Cielo, estás asustándome. Vayamos adentro. —La empujó con suavidad hacia la casa—. Está frío aquí y esa camiseta no es suficiente. Te enfermarás.
—Solo dímelo, Erick.
Andrea se cruzó de brazos para evitar que él continuara jalándola. Si se tensaba más se quebraría. No se movió. Erick la miró asustado.
—¿Qué es lo que pasa? No sé de qué estás hablando, cielo. Me estás preocupando.
—Llamaron... los detectives. Hablaron sobre la mujer de las noticias. ¿La mataste tú?
—¡Qué!
—Fuiste tú, ¿no es cierto? Fuiste tú, Erick. Todas esas mujeres...
—¿Qué le dijiste a la detective? —dijo con la mandíbula y los puños apretados.
—Oh, Dios mío. —Andrea se llevó las manos a la cara—. Oh, Dios. No. ¡No!