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Ese día en el trabajo Miguel lo pasó muy mal.
La noche anterior había peleado con Karla, su esposa desde hace cinco años. Las discusiones eran comunes, pero usualmente no duraban tanto ni eran violentas. Decir que vivieron una luna de miel los primeros dos años podría sonar algo absurdo, pero era cierto, todo fue hermoso hasta que intentaron tener hijos y se percataron de que sería difícil. A partir de entonces, de las constantes decepciones, aquella flama que enciende la pasión comenzó a titilar un poco.
Pero ninguno quería darse por vencido. Se amaban demasiado como para permitir que una situación difícil los separara.
Aunque esa noche la discusión llegó a decibeles elevadas. Los vecinos escucharon casi todo.
Miguel había intentado llamar a casa, pero Karla colgaba de inmediato. Era lógico que lo hiciera, él aún recordaba las cosas terribles que le había dicho en el calor del momento. Sentía una inmensa culpa y pasó la mayor parte del tiempo en la computadora, buscando en Google algunas ideas creativas para pedirle disculpas.
Antes de llegar a casa decidió pasar por un ramo de flores a esa tiendita encontrada a un par de calles del trabajo. Casi siempre que pasaba por ahí pensaba en llevar algo para Karla. Le avergonzó que ahora su motivo fuera la discusión de anoche y no algo más desinteresado. La dependienta, una mujer jovial y bonita, envolvió amablemente un ramo de rosas rojas que preparó con encajes y lazos. Luego le preguntó qué debía llevar la carta.
—No sé —contestó rascándose la cabeza—, en realidad quisiera pedirle perdón. Discutimos.
—Oh, tenemos varias tarjetas para ese momento. Aunque hay veces que un simple "perdóname" es todo lo que se necesita. ¿Por qué discutieron? Si es que puedo saber.
—Ah, es... lo de siempre.
Miguel no supo explicar que en realidad habían peleado porque, desde que se mudaron a esa casa, ella no se sentía cómoda. Los vecinos eran unos escandalosos, ponían música a todo volumen, azotaban muebles contra la pared. Vivían al límite. Eran una exageración. Esa noche le insistió en mudarse, pero ¿cómo harían algo así? Miguel ya no tenía el capital ni tampoco podría encontrar otra casa cercana a su trabajo.
Miguel cogió el ramo al salir del coche y lo escondió tras la espalda para sorprenderla en cuanto Karla abriera la puerta. Antes de llamar se percató de que estaba abierta. La empujó y vio algo en el suelo. Entró y aseguró la casa. Se agachó sonriendo para descubrir un negligé negro con lazos rojos. Debajo estaba una hoja blanca con un beso en rojo sangre. "Amor, estoy embarazada". Y su corazón dio un vuelco entero. Su felicidad subió al máximo en ese pequeño instante.
Caminó hacia el segundo piso con el corazón en la garganta. El ramo temblaba en su mano.
En el último escalón estaba una tanga de encaje rojo y abrió la habitación más emocionado que nunca.
Una lamparilla del escritorio, de luz mortecina, era toda la iluminación que le permitió ver a Karla recostada en la cama, desnuda. Pero lo que él vio no fue lo que esperaba. Tardó un instante en comprenderlo.
Dejó las flores sobre la cama.
Había sangre en la colcha y estúpidamente pensó que había tenido la regla y estaba llorando por ello. Pero su parte lógica le hizo moverla.
Karla tenía sangre en los labios, como si los hubiera despellejado. Había más sangre y ella no respondía, tenía los ojos abiertos pero no lo miraba.
Encendió la luz y vio algo más: un hombre de pie con un ensangrentado cuchillo de cocina.