El hambre

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Una fresca línea de sudor recorrió mi espalda y un escalofrío me estremeció por completo

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Una fresca línea de sudor recorrió mi espalda y un escalofrío me estremeció por completo. Intenté respirar. Quería sentirme tranquila para no incitarlos a golpearme. Aún me dolía la quijada y todavía no podía sacarme la sal de la lengua.

Pasé un trago y sentí acidez en el estómago. Vomitaría. Si no me controlaba vomitaría.

Me acomodé sobre las piernas. La forma en como me habían atado no me permitía otra postura, tenía las manos detrás de la espalda y los pies juntos. Por suerte yo todavía conservaba mi ropa. La chica de la habitación continua, a quien conocía sólo por su llanto y súplicas, había perdido todo, hasta los zapatos. Ellos me lo decían todo el tiempo.

Al Perro, le encantaba mirarme, era alto y muy grande, tenía la cabeza rapada y nunca se ponía camisa; supongo que era para mostrar todos los tatuajes que tenía en los brazos y la Santa Muerte del pecho. Entró en la habitación y de inmediato bajé la mirada. Si coincidía con sus ojos me cubriría la cara y todo era mejor que no saber qué sucedía. El Perro traía un cuchillo y con él se escarba la mugre de las uñas mientras se sentaba frente a mí. A veces le escuchaba decir que ya habían contactado con la familia de la otra joven, que pagarían el rescate, que si no daban la cantidad que pedían la matarían y que eso era lo que me esperaba a mí. Yo repetí varias veces que no tenía familia hasta que no quise recibir más golpes. Ni el Perro ni el Jefe entienden de razones.

Mientras las miradas me acaloraban reanudé los ejercicios de respiración. Escuché que me hablaba. Tienes qué comer, me dijo. Te traeré agua. Pero ellos no entendían. Mi compañera rogaba por comida, porque la soltaran, porque no la tocaran, porque le permitieran hablar con su familia. Y el Perro me rogaba a mí que comiera.

No era algún tipo de cariño. Yo era mercancía y tenía que estar en buenas condiciones o no recibirían dinero. Así eran esos negocios.

Pero no quería comida. No quería vomitar.

—Púdrete entonces —dijo el Perro y salió.

Púdrete quedó en mi cabeza. Comencé a imaginar mi carne cayendo a pedazos desnudando los huesos. Y yo seguiría viva. Sería una masa viscosa y seguiría viva.

El hambre volvió. Pasé saliva y respiré.

—Si no podemos contactar a nadie que la conozca mátala. —Ese era el Jefe.

—Déjamela a mí —pidió el Perro—. Yo la quiero.

—No puede quedar libre, imbécil.

Comencé a rogar para que el Jefe le permitiera al Perro quedarse conmigo. Todo era mejor que permanecer allí.

No soportaría más tiempo.

El sudor ahora me cubría toda la espalda y la frente. No podía escuchar bien. Eran como olas golpeándome los oídos. El estremecimiento me obligó a bajar la frente al suelo. Debía pasar, debía pasar. No podía más.

Sentí unos dedos fríos cortando la soga. Los brazos se liberaron y coloqué las palmas de las manos en el suelo mientras el Perro cortaba la cuerda de mis piernas.

Estaba a punto de vomitar.

Él me cargó y salimos de la casa. El viento me revolvió la masa de pelo mojado y la frescura fue bien recibida por mi estómago.

Mi sentido del olfato se intensificó cuando la sudorosa piel del Perro se acercó a mi cara. Debí morderme los labios.

Llegamos al coche y me dejó recargada en la cajuela para abrirlo. Hundí las uñas en la tierra, me llevé las manos a la cara y dejé que el lodo me limpiara la boca. Él me cargó de nuevo para meterme en la parte trasera. Abrí los ojos y lo vi maniobrar. Salimos a una calle vacía.

Tenía que ser ahora.

—¿A dónde me llevas?

—Eres mía.

—A. Dónde. Vamos.

Los dientes comenzaron a castañetearme.

—Ya verás.

—Falta. Mucho —intenté que sonara a pregunta.

Lo miré por el espejo. Sus ojos se encontraron con los míos.

—Está aquí en la esquina.

—Detente. Ahora.

Y él lo hizo. Era mío.

Relajé mi cuerpo para evitar el dolor. Las tenazas salieron de mi boca con todo gusto. Él ya estaba paralizado, aún así las clavé en su cara. En sus ojos podía leer el horror. Amaba eso. El miedo hacía que la sangre de mis víctimas fluyera con más facilidad. Mi boca ahora era la mía. Mis colmillos buscaron la garganta y sorbí la sangre. Luego devoré poco a poco su carne jugosa.

No me gustaba sentir hambre. Ya no cazaría secuestradores, estar atada tanto tiempo no es lo mío. Conseguir amantes era mejor. Muy cursi y rosa para mí, pero era más fácil que estar luchando con el ansia de sangre durante tanto tiempo.

MortajasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora