5- Aguafiestas

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Había pasado ya una semana desde que Renato regresó a casa, una semana desde que Emilio había llegado a, supuestamente, pasar el verano con su amigo, pero Renato no era idiota, él notaba como su mejor amigo muchas veces se le quedaba viendo a su hermano, y le ignoraba, le dijera lo que le dijera, Emilio sólo miraba a Joaquín, incluso si Joaquín sólo estuviera sentado viendo hacia la nada, o estuviera leyendo, o estuviera comiendo, Emilio le miraba, y le ignoraba, justo como lo hacía su madre, justo como lo hacía Martha, justo como lo hacían todos. ¿Qué tenia Joaquin para que todos ignoraran a Renato como si fuese una frazada sucia y vieja? Seguía enojado con él, eso era claro.

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Emilio despertó sintiendo su cuello contraído y sus músculos apenas relajándose y notó una tensión en sus pantalones. Miró bajo la sabana. ¿Qué? ¿A esta edad?

—¿Así? ¿Así te gusta?– susurró a su oído provocándole un gemido. —Dime qué te gusta–

—Eso, eso me gusta, justo así– contestó él, entre gemidos, con esa peculiar voz que habla en un susurro.

Emilio se acarició la cabeza y se jaló el cabello, tratando de recordar con quién había estado soñando, maldijo entre dientes muchas veces, si era lo que él estaba pensando entonces su mente estaba más jodida de lo que creía. No podía permitirse pensar en ello, no podía permitirse pensar así. No así, no en ese lugar, no en esa casa. 

No tan cerca...

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Cuando Emilio entró a la cocina para tomar el desayuno, después de una ducha de agua helada que definitivamente no había logrado su cometido ni siquiera ayudado y encargarse él mismo de liberar esa tensión con la que había despertado pensando en ojos castaños en los que no quería pensar, Renato ya estaba ahí desayunando. Miró hacia afuera, Joaquín estaba tomando de un vaso largo mientras leía un libro delgado, se sentó en la mesa junto a su amigo, quien al principio ni siquiera notó que se había sentado.

Emilio vio a Martha entrar a la cocina, guardar un pequeño frasco de medicina en un gabinete y la mujer le sirvió el desayuno, le dio las gracias y escuchó un poco de la conversación de Renato y su nana cuando se retrajo en sus pensamientos por segunda vez esa mañana.

—Dime que quieres que te haga, para mi tus deseos son ordenes– susurró a su oído, tocando su piel con las yemas de sus dedos, que ardían.

—Bésame aquí– le contestó, señalando un pedazo de piel al que él ya le había gustado saborear, y le obedeció. Sus labios quemaban, su piel sabía deliciosa, quería probar y alimentarse de esa esencia toda la vida. Sintió sus piernas flaquear y tiró su cuerpo a la cama, subiéndose a él a horcajadas. Tocando y saboreando.

—¡Emilio!– escuchó la voz de su amigo trayéndole de vuelta a la realidad.

—¿Que?– preguntó, tratando de nivelar el volumen de su voz y controlar los latidos de su corazón que amenazaba con salirse de su pecho.

—¿Que dices? ¿Jalas?– Emilio no entendía lo que su amigo preguntaba, pero para evitarse cuestionamientos sobre sus pensares asintió vehementemente.

—Claro bro, jalo– Renato aplaudió con una sonrisa grande, Emilio soltó un suspiro y se hundió en su silla, mirando fijamente su desayuno, evitando mirar hacia afuera, hacia el chico de ojos castaños que tomaba de su vaso mirando a todo y mirando a nada.

Letargo. (Emiliaco)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora