UNO

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La expectación era tanta que a las nueve menos cinco minutos todos los asistentes ocupaban ya sus lugares en la Sala de conflictos. Lo más sorprendente, sin embargo, no era esa puntualidad, sino el silencio. Por más que en la biblioteca fueran visibles los letreros pidiéndolo más que recomendándolo, no siempre se alcanzaba el punto necesario para considerarlo absoluto. Sillas arrastradas, susurros, un libro caído inesperadamente, una tos... En esta ocasión las dos docenas y media de chicos y chicas lo mantenían como si se hubiesen adentrado en un templo cuya solemnidad los impresionase hasta el punto de obligarlos a permanecer pegados a las sillas. Sus miradas, en cambio, sí eran gritos. Iban de un lado a otro, se cruzaban, se interrogaban entre sonrisas o gestos de expectación.

Estaban allí, en el corazón del colegio, un sábado por la mañana.

Algo excepcional.

A través de los ventanales la mañana era espléndida. Un día de sol que invitaba a pasear o a jugar al aire libre. Las montañas que aprisionaban el pueblo por aquel lado eran las más altas. Le daban aspecto de pequeñez, de reducto distante y perdido. Sin embargo, desde los otros ventanales lo que se veía era la extensión urbana descendiendo con suavidad hasta los límites de la autopista y, más allá, a lo lejos, el perfil de la ciudad, omnívora, gigantesca. Apenas quince kilómetros que eran una frontera casi invisible. Quizá en unos años, treinta, cincuenta, cien, el pueblo acabase siendo un barrio periférico más.

La Sala de conflictos estaba ubicada en el ángulo más alejado de la biblioteca. Era un rectángulo con dos paredes reales, las que daban al exterior, y dos falsas, formadas por estanterías de libros. El acceso, en la esquina diagonal a la que formaban las paredes, no tenía mas puerta que el aire. Las sillas se habían dispuesto ordenadamente desde el lado del acceso hacia adelante. Todas menos seis: las de los tres mediadores, en la cabecera de la improvisada sala; la de los testigos, a la izquierda; y las de los dos responsables del acontecimiento, solitarias, de cara a las de los mediadores y de espaldas al público asistente.

Las nueve menos dos minutos.

Alfredo Sanjuán chasqueó la lengua echándole un último vistazo a su reloj. A su lado, Teresa Mateos miraba a Gabriel Durán y a Eric Padilla.

El primero todavía tenía las huellas de los golpes en su rostro y sus ojos permanecían fijos en el suelo, con la cabeza baja. El miedo que lo atenazaba se mantenía igual que una segunda capa de piel sobre su cuerpo. El segundo, en cambio, lo desafiaba con la cabeza alta, seguro, dominante.

Dos chicos, dos niños, dos formas de entender la vida y el mundo.

Enfrentados.

La maestra, aún joven --30años--, recordó, porque tenía cercanas sus propias experiencias escolares, cuando la víctima era ella por el simple hecho de ser «rara», gustarle leer, sacar buenas notas, tener ideas propias.

Vicente Gómez, el bedel, todavía molesto por tener que encontrarse allí un sábado por la mañana, aunque se tratase de algo excepcional, se acercó a ellos con el gesto torcido.

--¿Cierro ya la puerta?

Teresa Mateos salió de su abstracción.

--Sí, sí, perdone.

Aquella mañana eran los responsables del centro escolar.

Vieron como el hombre, embutido en su eterno mono de trabajo azul, se dirigía a la puerta de la biblioteca para salir al patio y cerrar la puerta exterior. Ya llevaba las llaves en la mano. Se bamboleaba de lado a lado igual que un péndulo. Los alumnos lo llamaban El Metrónomo y él lo sabía. Algunos decían que ya estaba allí cuando construyeron el colegio, que lo trajeron con el primer camión de cemento. Pero era buena persona. Ningún bedel podía dejar de serlo, salvo que fuese masoquista y trabajase para castigarse el alma.

--Habrá que empezar-- suspiró Alfredo Sanjuán.

La profesora de Lengua esbozó una sonrisa. El profesor de Matemáticas era sólo tres años mayor que ella y aquél era su primer curso en el centro. Tenía cabello escaso, llevaba gafas y su aspecto era el de un intelectual venido a menos, ropa anticuada, cara de buena persona, imagen alejada de los cánones, fragilidad...

Pero amaba su trabajo. Adoraba las matemáticas.

Y enseñar.

Como ella.

Por eso estaban allí. Les «había tocado». Pero estaban allí.

--¿Crees que sabrán resolverlo?-- preguntó de pronto él.

--Sí-- fue rotunda.

--Esto es diferente. No se trata de una disputa, un insulto o una pelea por una tontería propia de la edad. Es casi... un caso criminal. Al menos para ellos.

--¿No confías en el sistema?

--¡Huy, el sistema!

--Hasta ahora ha funcionado. Y llevamos algunos años con él.

--Eran pequeños altercados-- insistió Alfredo Sanjuán-- Esto será... un juicio, en toda regla. Sólo tienen once o doce años, trece algún repetidor, ¡y ese dichoso móvil valía trescientos euros, por Dios!

--Son los tres mejores mediadores de la Sala de conflictos-- la profesora de Lengua señaló a Vanessa Molins, Cristina Terribas y Carlos Doménech--. Además, todos son del B, neutrales, puesto que el problema atañe al A.

--Serán muy buenos, pero ese de ahí es el diablo-- el profesor de Matemáticas apuntó a Eric Padilla--. No imaginaba verlo en la silla de los agredidos.

Quedaba un minuto.

El silencio se hizo mayor.

--¿Crees que lo hizo Gabriel?-- preguntó, de pronto, Teresa Mateos.

Era extraño. Hasta ese momento no se habían interrogado al respecto.

--Sí-- fue categórico Alfredo Sanjuán.

--Él lo niega.

--Porque teme que Eric se vengue aun más de lo que lo hará cuando no podamos evitarlo. Tarde o temprano lo pillará en alguna parte y le hará daño.

--¿Y de dónde sacó Gabriel Durán el valor para hacer algo así?

--Del «ya no puedo más». ¿Te parece poco? Todos tenemos un punto sin retorno.

--Sigue sin encajarme.

--Hay más-- le hizo notar él--. No olvides que los padres exigen el pago del móvil, y para los de Gabriel, con el suyo en el paro y su madre enferma, eso es mucho dinero. No tiene más remedio que negarlo.

--¿Así que, según tú, perdió la cabeza y luego se asustó de su propia acción?

--Sí. Y Eric se tomará la justicia por su mano, dictaminen lo que dictaminen los mediadores. Ahora se ciñe al orden interno establecido, al veredicto de la Sala de conflictos, como todos, pero de ahí a que luego lo acate...

Ni siquiera ellos se ponían de acuerdo.

Por esa razón la vista no tenía lugar en un recreo; sabían que no se resolvería en unos minutos. Y por eso estaban allí, al día siguiente de los hechos, sin esperar al lunes, con todo un fin de semana de por medio y lo que eso podía significar.

Teresa Mateos enderezó la espalda.

--Debemos irnos-- anunció.

Las normas lo exigían.

Ningún adulto podía estar presente en la sala.

Era «su» juicio, «su» veredicto.

El reloj del campanario de la iglesia, que sobresalía por encima de los techos de las casas del casco viejo del pueblo como una aguja de piedra apuntando al cielo, propagó, con su monótona pereza, la primera de las nueve campanadas de la ho

Sala de conflictosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora