SIETE

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Cristina Terribas tocó a Vanessa en el brazo y se aproximó a ella para hablarle al oído. La proximidad de las dos sillas ocupadas por Gabriel y Eric la hizo proferir apenas un susurro.
—Esto no me gusta nada —manifestó.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Lo estamos convirtiendo en un juicio. No estamos actuando como mediadores de conflictos, sino como jueces.
—¿Se te ocurre otra forma de llevarlo? —inquirió Vanessa.
Cristina hizo una mueca de fastidio.
—Vamos a quedar marcadas para el resto del curso.
Carlos Doménech se dio cuenta de que sucedía algo entre ellas. Se levantó para colocarse al frente y así hacer de pantalla con respecto a la sala.
—¿De qué habláis?
—Cristina piensa que actuamos como jueces, no como mediadores, y que esto se nos está yendo de las manos.
—Yo no he dicho que se nos fuera de las manos —protestó la aludida.
—Es que no se trata de mediar entre dos chicos enfrentados; es algo más, y ya lo sabíamos desde el comienzo —expuso Carlos.
—Entonces, ¿seguimos así? —quiso dejarlo claro Cristina.
—Eric continuará acusando a Gabriel del estropicio de su móvil, y Gabriel, sea culpable o inocente de ello, seguro que seguirá negándolo. No va a haber acuerdo. No se estrecharán la mano como si todo hubiera sido una pelea de patio. Aquí no se trata de hacer las paces —dijo Vanessa.
—¿Y si le apretamos las tuercas a Gabriel? —propuso Cristina.
—Pobre tío.
—Hemos de ser imparciales. No se trata de si Eric es un mal bicho o no. Se trata de lo que hizo o no hizo Gabriel.
—Somos mediadores, no acusadores —se resistió Vanessa.
—Esto ya no es un caso de mediación —suspiró Cristina.
—Hay tres soluciones.
—¿Cuáles? —las dos chicas miraron a su compañero.
—Demostrar que Gabriel lo hizo o demostrar que no lo hizo, en cuyo caso habríamos de dar con el verdadero culpable.
Les sobrevino un silencio espeso.
—¿Y cómo hacemos eso? —vaciló Cristina.
—Formamos el tribunal. Tenemos la potestad de llamar a quien queramos y preguntar lo que consideremos conveniente.
La palabra «tribunal» seguía escociendo.
—Si existe otro culpable que no sea Gabriel, ¿crees que lo dirá así como así? —dijo Vanessa a la vez que alzaba las cejas.
—¡No querrás interrogar a todos los de la clase! —se alarmó Cristina.
—Sería una solución. Ver dónde estaban durante el recreo. Estrecharíamos el círculo de posibilidades.
—Y no acabamos ni en el fin de semana. Sólo tenemos esta mañana —le recordó Vanessa.
—Es mi opinión —el chico levantó las dos manos—. Pero la que manda eres tú.
—¡No me cuelgues el muerto, por favor!
Carlos le guiñó un ojo. No lo hizo en plan seductor, pero casi. Cristina puso cara de «lo que faltaba». Parecía angustiada. Por una vez era algo más que el centro de muchas miradas. Ser atractiva, de momento, la acomplejaba más que otra cosa.
En ocasiones deseaba fundirse.
¿Por qué había aceptado ejercer de mediadora en aquel caso? ¿Por acompañar a Vanessa, como siempre?
Los tres volvieron a ocupar sus posiciones.
Gabriel parecía ido. Los rasgos de cabreo elevado a la máxima potencia no menguaban en las facciones de Eric. En su universo, todo aquello no era más que una fantasmada, por mucho que no tuviese más remedio que acatar el dichoso código ético de la escuela.
Vanessa estudió su lista de testigos.
Se acercaba la hora de interrogarlos a ellos, a Gabriel y a Eric, y eso, de pronto, era lo que más temía.
No, aquél no era un simple caso de mediación. Era el primer juicio de su vida. Y no se trataba de ser abogado, fiscal o juez. Más bien todo, incluso policía.
Y quizá su futuro dependiera de lo que hiciera aquella mañana.
Había cosas en la infancia y en la adolescencia capaces de marcar una existencia para siempre.
—Naim Abdelrrehim —llamó.
Blanca Roura era china, pero adoptada desde muy niña, así que hablaba como cualquiera de ellos, sin el menor acento. Naim, en cambio, era árabe, marroquí, y aunque llevaba tres años en España, viviendo en el pueblo con ellos, todavía tenía alguna dificultad para expresarse. Muchos de los nuevos conflictos que surgían de la convivencia diaria venían ya provocados por el súbito aumento de la inmigración y su asentamiento en la comunidad. Algunas voces radicales clamaban contra la pérdida de su identidad. Lo que llamaban «la idiosincrasia propia». Eran siempre los mayores, también los más incultos, los que tenían miedo de todo, a todo y por todo. Pero el rechazo no sólo provenía de ese grupo. Entre ellos, en el mismo instituto, existían enfrentamientos, comportamientos xenófobos, burlas o desprecios difíciles de entender. Cada vez que veía la televisión y se daba cuenta de cómo estaba el mundo, a Vanessa se le retorcía el estómago.
Odiaba las fronteras.
Quizá acabase siendo una abogada de pobres.
¿Coincidencia o culpabilidad?
Naim Abdelrrehim era muy atractivo. Aunque tenía un año más que el resto, asistía al mismo curso debido a sus dificultades para integrarse al llegar al pueblo. Pero había progresado mucho, hasta convertirse en uno de los mejores de su clase. Su hermana, que lo acompañaba en la sala, iba un año por detrás y también destacaba en los estudios. Era otra belleza, aunque cubriese siempre su cabeza con un pañuelo y jamás se la viese en la calle fuera de las idas y venidas del instituto. Nada de fumar, beber, llevar pantalones, utilizar móviles o cosas parecidas. Y, por supuesto, nada de chicos. Naim a veces les explicaba sus costumbres, y trataban de entenderlas sin hacer juicios ni comparaciones. Únicamente sugerían que ahora ellos vivían en España, y que, por lógica, debían adaptarse a su nuevo país.
Algo siempre difícil cuando eran los padres quienes tomaban las decisiones.
El chico árabe se sentó en la silla, bastante impresionado por lo que estaba ocurriendo. Vestía con normalidad, como cualquiera de ellos, pero sus rasgos resultaban inequívocos: tez oscura, ojos brillantes, cabello muy negro, cuerpo delgado, manos hermosas...
—¿Estás dispuesto? —preguntó Vanessa.
—Sí —contestó el chico, que movió la cabeza de arriba abajo para afianzar su afirmación.
—Dice Gabriel Durán que tú fuiste la última persona que le vio antes de regresar al aula, que estabais hablando los dos.
—Sí —volvió a decir, y repitió su gesto.
—¿A qué hora fue eso?
—No miré reloj, pero faltaba poco para que sonara timbre —respondió con su entonación y su característico modo de hablar, comiéndose algunos artículos.
—¿Cómo lo sabes?
—Gabriel dijo que necesitaba comprobar cosa antes de que empezara clase.
—¿Por qué no lo acompañaste?
—Pues... no sé —vaciló—. Todavía acababa mi bocata... Le dije esperase un minuto, pero no quiso.
—¿Cómo era el comportamiento de Gabriel? —preguntó Carlos.
—No entiendo —frunció el ceño Naim.
—¿Te pareció nervioso, agitado...?
—No, normal —se encogió de hombros.
—¿Y durante el recreo?
—Sólo hablamos al final, un minuto. Ya digo que cruzamos en la puerta; yo salía, él entraba.
—¿Nada que delatara lo que se supone que hizo?
—No.
—Maldito moro...
No fue más que un susurro, una imprecación formulada en voz muy baja, inaudible para todos.
No para ellos tres, que lo tenían de cara.
—¿Qué has dicho, Eric?
—Nada.
La voz de Vanessa sonó todavía más seca y contundente:
—¿Qué has dicho, Eric?
—¡Nada!
—¿Va a resultar ahora que no tienes agallas?
El cruce de miradas fue muy intenso. Desprecio en los ojos de Eric Padilla. Rabia en los de Vanessa Molins. Cristina y Carlos parecían dos estatuas. Atravesaban un campo minado. La idea de que Eric pudiera hacerles la vida imposible desde este día surgió entre ellos igual que una pequeña bomba silenciosa.
Cristina apretó las mandíbulas; Carlos, los puños.
—Si vuelves a insultar a alguien en esta sala...
—¿Qué vas a hacerme, expulsarme? —la desafió—. Te recuerdo que aquí soy el agavriado.
—Agraviado.
—¿Qué?
—Se dice «agraviado».
—¡Me da igual cómo se diga, joder!
Ya no le respondieron. Ninguno de los tres. Hubo alguna risa por detrás. Eric volvió la cabeza para descubrir a los que se burlaban de él. No halló ya el menor rastro en sus expresiones. Naim, empequeñecido en su silla, esperaba sin acabar de entender muy bien de qué iba la cosa.
—Gracias por tu ayuda —lo despidió Vanessa tras aquellos segundos de silencio.

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