DOS

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Con la primera campanada, Vanessa Molins tragó por fin la bola que desde hacía unos minutos albergaba en la garganta.

De pronto sentía pánico.

No era por enfrentarse a Eric Padilla, al que conocía sólo por referencias, puesto que no estaba en su clase. Podían tener la misma edad, pero los dos grupos del curso, el A y el B, no mantenían demasiada relación entre sí. Tampoco era porque todos los ojos estuvieran fijos en ella. Solía ser así cuando actuaba en funciones escolares, y lo sería aún más el día que viera cumplido su sueño y se convirtiese en abogada. Pese a confiar en su capacidad, el pánico se lo producía la responsabilidad de dirigir el más importante caso que jamás hubiera pasado por la Sala de conflictos. Ni siquiera era lo que llamaban «prevención de un problema», sino algo consumado con un delito de por medio. Burlarse de un compañero, discutir por una jugada en un partido durante el recreo o resolver un caso de acoso y violencia, o de xenofobia con los cada vez más numerosos alumnos inmigrantes del instituto, era una cosa habitual y, por lo tanto, simple. Destrozar un móvil de trescientos euros, otra muy distinta.

Más que mediar, iba a hacer de juez.

Y eso sí era distinto.

La segunda campanada.

Miró a su derecha. Cristina Terribas era su mejor amiga. Uña y carne. Le llevaba dos meses de diferencia y por ese pequeño detalle presidía «el tribunal». Cristina era una belleza por la que suspiraban la mitad de los chicos del curso y otros muchos del instituto, entre ellos varios de los mayores. Ni de lejos representaba los doce años que acababa de cumplir. Por suerte, Cristina tenía la cabeza bien amueblada y pasaba de ellos y de sus tonterías. No quería jugar a ser mayor. Quería disfrutar de los años que tuviese en cada momento y actuar de acuerdo a ellos. Eso las unía más. Los chicos eran tontos. Su mundo, cuadriculado, se ceñía a los dichosos videojuegos, al fútbol, a las motos y a la ansiedad por probarlo todo cuanto antes y sin pensar en los riesgos.

La tercera campanada.

Miró a su izquierda. Carlos Doménech era un bicho encantador, todavía con los doce por cumplir. Inteligente, sabelotodo pero nada engreído, buen compañero y capaz de contagiar de optimismo a la comitiva de un funeral. Se alegraba de tenerlo a su lado en aquella ocasión. Además, nunca se metía en problemas y asistía a una escuela de aikido, una de las artes marciales orientales más respetadas porque su práctica estaba destinada a la defensa, no al ataque. Los aikidokas vencen porque utilizan, a su favor, la fuerza de su agresor. Cuanto más violento es el oponente, más facilmente es derrotado.

La cuarta campanada.

Delante, sentados en dos sillas separadas y de cara al tribunal, los protagonistas del caso.

Gabriel Durán era bajito, de pocas palabras, el clásico chico que nunca destacaba en nada y casi procuraba pasar inadvertido. Estudiante mediocre, llevaba años siendo objeto de muchas burlas y escarnios por parte de otros compañeros e, incluso, compañeras. Con el pelo corto, las orejas de soplillo, los vaqueros gastados, la ropa ajada y las zapatillas deportivas merecedoras de un recambio urgente, su aspecto, al margen de las huellas de la paliza del día anterior reflejadas en su rostro, ya era de derrota. Por esa razón Vanessa sintió pena. Una pena que necesitaba apartar si quería ser justa, porque en aquel caso a quien se acusaba era a él, no a Eric Padilla.

Quinta campanada.

Eric estaba enfadado. Se le notaba. Enfadado y con ganas de venganza. La destrucción de su móvil quizá fuese lo más grave y dramático acontecido en su cómoda vida; la primera vez que se enfrentaba a un revés, porque, a fin de cuentas, sus notas le importaban más bien poco. Ella le conocía más de verle por el barrio que de la escuela. Sus padres regentaban la mejor panadería y pastelería del pueblo. Hijo único, ellos nunca le negaban nada. Su ropa era la más nueva, sus detalles los más caros, desde las gafas de sol o el reloj de su muñeca pasando por la siempre última videoconsola aparecida en el mercado y de la que nunca dejaba de alardear ante los demás. El móvil había sido el regalo de cumpleaños. Una fantasía que servía para todo. Incluso para llamar.

Sexta campanada.

Detrás de los dos protagonistas, los miembros de las dos clases. Unos estaban allí porque Gabriel y Eric eras sus compañeros. Algunos actuarían como testigos en la vista, o como diablos se llamase aquello. Otros, por curiosidad o por acompañar a los tres componentes del tribunal. El caso había despertado tanta expectación que alumnos de cursos inferiores y superiores preguntaron si podían asistir a la Sala de conflictos. Tuvieron que decirles que no, tanto por el aforo como porque aquello no era un circo.

¿No había nada mejor que hacer en el pueblo un sábado por la mañana?

Quizá no.

La frontera con la ciudad seguía existiendo. La distancia aún era enorme para ellos: demasiado jóvenes para hacer lo que quisieran, demasiado viejos para resignarse a esperar.

Séptima campanada.

En el acceso a la Sala de conflictos, entre las estanterías que lo formaban, se colocaron las dos torres, los gemelos Díaz, a modo de ángeles custodios del lugar. La profesora Mateos y el profesor Sanjuán ya no estaban allí. Quizá pudieran escucharlo todo desde la puerta de la biblioteca o, tal vez, apostados bajo las ventanas. Allá ellos. Vanessa Molins los apreciaba, pero, durante los siguientes minutos, ni siquiera los profesores pintaban nada allí.

Octava campanada.

Habían tenido tan poco tiempo para indagar en torno a los posibles antecedentes del caso...

--Buenos días-- dijo la mediadora jefe.

--Buenos días-- respondieron casi todos.

Nadie se tomaba aquello a broma. Las últimas risas habían quedado fuera de la sala. Se encontraban en su templo de justicia. Muchos habían pasado por él, de un lado y de otro, como agresores o agredidos. Su ejemplo también había servido para otras escuelas. Ni siquiera era un juego.

Era la justicia.

La que ellos determinaban.

Sonó la novena campanada.

Y comenzó todo.

Sala de conflictosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora