–¡Corre!
–¡Vas demasiado rápido!
–No, tú vas demasiado lento.
–¿Y qué quieres que le haga?
–¿¡Correr más rápido!?
–Hago lo que puedo.
–¡Lo que tu digas!
Aun ahora, sesenta años después de esas palabras, sigo viendo a un par de críos de primaria corriendo por esa cuesta, ya completamente llena de vegetación subacuática secándose al sol. Por aquel entonces podía correr a una velocidad aceptable, por mucho que Julia se quejase de mi lentitud. Nos pasábamos la vida corriendo de aquí para allá. Escapando de nuestra última travesura, de alguna zapatilla voladora, de la misa del domingo, o simplemente corríamos por correr. Al fin y al cabo, éramos niños normales y corrientes viviendo nuestro tiempo tal y como se esperaba de nosotros. Una sensación de que los calurosos veranos durarían para siempre, la emoción de ir a cazar ranas y perderse por los bosques cercanos y la sensación de tener una bomba a reacción dentro de nosotros. Ella nunca hubiese podido imaginar el motivo por el que he vuelto a pisar estas calles, o por lo menos no tenía motivos para hacerlo mientras fuésemos tan inmaduros.
"Aquellos fueron los días", tal y como oíamos a Mary Hopkins cantar por la radio cuando éramos simples niños. Claro que por aquel entonces no teníamos ni la más remota idea de lo que significaba la nostalgia y lo que decía aquella mujer en realidad no nos importaba lo más mínimo. Cómo nos iba a importar, si éramos tan jóvenes. La noción de la muerte no estaba todavía en nuestras cabezas y solo pensábamos en dormir tarde y levantarnos pronto para aprovechar el día. Todavía hoy puedo recordar los nombres de los pocos niños que vivíamos en ese pequeño y apartado pueblo. Además de Julia eran Mario, Saúl, Martina y Arturo. Éramos pocos y todos íbamos en tropel a todas partes, pero eso es lo más común en una comunidad con menos de cincuenta habitantes.
Sin embargo, sus nombres son una de las pocas cosas que sé de ellos. De Mario no supimos nada más después de que su madre enfermase gravemente. "Se ha tenido que ir por cuestiones de salud. Seguro que vuelve pronto." nos dijeron. Creo que fue a partir de ahí empezamos a preocuparnos por la fugacidad del tiempo.
Martina estuvo allí hasta que cumplimos catorce. Entonces su familia se fue a vivir a Francia. Se rumorea que tenían problemas con la dictadura. Pudimos tener noticias suyas un mes más tarde de aquello, nos llamó para decirnos que estaba bien y que estaba viviendo en Montpelier. Nos siguió llamando con regularidad todos los meses durante tres años. Supongo que su edad y el contacto que se perdió entre los cables del teléfono hizo que prescindiese de la llamada un mes. Y otro. Otro más... por lo menos ella se preocupó de mantener una conexión tras su partida.
Saúl, Arturo, Julia y yo nos quedamos hasta el final, que tardó menos incluso que lo que tardó Martina en dejar de llamarnos.
Ese final llegó cuando tuvimos que dejarlo todo atrás para ver como nuestro ínfimo pueblo se convertía en parte de un enorme embalse de agua, donde crecen las plantas subacuáticas que se abren camino entre los adoquines del suelo. Entonces, la unidad que nos había costado mantener se fue al garete casi por completo. Saúl se fue a vivir a Barcelona. Lo mismo que acabó con el arquitecto predilecto de la ciudad lo hizo con él hace ya medio siglo. Nadie pudo hacer nada por ese chaval de pueblo que se había quedado deslumbrado por las luces de la ciudad. Arturo se convirtió en un prominente empresario en la capital, demasiado ocupado para una familia, y mucho menos para amigos de la infancia.
Julia y yo fuimos los últimos en abandonar el pueblo y le dijimos adiós a sus calles lúgubres y vacías, que pronto iban a acabar bajo el agua. Tuvimos suerte de que nuestras familias fuesen inseparables. Llegamos en la misma furgoneta de mudanzas a una ciudad cercana, casi tan insignificante como nuestro pueblo de origen, pero que nos pareció enorme hasta que nos habituamos a ella.
Nuestra amistad duró todavía mucho y alcanzó niveles más elevados. Éramos dos adolescentes que habían venido de una realidad muy distinta, sintiéndonos perdidos en un caos de automóviles, edificios de más de tres plantas y luces de neón. Realmente, solo nos veíamos capaces de confiar el uno en el otro. Pero eso, como todas las cosas cambió. Julia ascendió muy pronto en su trabajo. Tuve que despedirme de ella a los treinta. Cuarenta años sin estar a su lado se me han hecho largos.
Y aquí estoy yo. Soy solo un viejo de excursión con el resto de los jubilados de la residencia reviviendo su vida por unas ruinas que solo se pueden ver cuando el nivel de agua del embalse baja.
Ahora, a diferencia de cuando Julia y yo corríamos por estas cuestas hoy tapizadas de algas, me doy cuenta de cómo ha pasado el tiempo. De todos esos veranos en los que estuvimos haciendo lo que nos daba la gana por estas calles. Ya son antiguos recuerdos que dentro de poco se perderán y se convertirán en algo menos que polvo. Como Julia. Lo único que se me ha ocurrido para rememorar la vida feliz que tuvo es venir a esta excursión para recordar que nuestro tiempo ha muerto.
Nada dura para siempre. Cuesta aceptarlo. Ningún niño volverá a gritar mientras corre por estas calles.
–¡Como no aceleres vamos a tardar toda la vida en llegar arriba!
Siento que dentro de poco me encontraré contigo al final de la cuesta.
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Si quieres escapar lejos
Short StorySi quieres perderte un rato entre las palabras, puedes abrir la puerta y escapar lejos.