Con el peso de una pluma, se dejó caer al ras de una de la paredes del edificio. Las luces de neón que iluminaban la escena recortaban su silueta dándole un aspecto aún más espectral. A sus lados, hordas de personas discurrían por las abarrotadas calles de la ciudad, cada una con sus trajines e historias que contar, cada una con sus problemas, con sus dilemas y preocupaciones, formando un entramado de pensamientos y una maraña de conversaciones que constituían un ambiente en movimiento. Un ambiente en movimiento propio de la ciudad de noche. Todo sonidos, olores y colores que desbordan a los sentidos humanos. Y en medio de semejante mar estaba él, ya estático tras finalizar su descenso, como si todo aquel bullicio no existiese a su alrededor.
Alto y desgarbado, de barba gris descuidada pero no lo suficiente, con una característica aura de viejo y polvoriento, Edward Brooks había descendido desde su remanso de paz en las azoteas de aquellos inmensos rascacielos a las ajetreadas calles de la ciudad de noche para despedirse de todo y de todos. Siempre acompañado de su walkman, receloso de las nuevas tecnologías, se movía al son de lo último que sus amados músicos muertos tenían para ofrecerle, y es que Brooks estaba mentalizándose para la visita tan especial que había de presenciar aquella noche. Una vieja y hasta ahora distante conocida, temida por muchos y despreciada por un puñado de orates, amenazaba con presentarse en frente de él en breve. Al parecer, al igual que muchos otros en su pellejo, Brooks podía sentir sus huesudos dedos cerca de su garganta y, sin evidencia alguna, era capaz de saber que era la muerte lo que encararía, preferiblemente, antes de que se levantase el día.
Como el fantasma que siempre había sido, caminó entre la gente al ritmo de los últimos latidos que Elvis podía provocar a su corazón. "¿Quién iba a decirlo?", pensaba "El increíble caso de Edward Brooks, muerto, muerto después de cincuenta y ocho años de sinsentido fantasioso". A Brooks le gustaba referirse a su persona con tan estrambótico nombre: "El increíble caso". Le recordaba a aquellos circos de lo extraño y lo extraordinario y a todos esos cómics que los críos devoraban en sus ratos libres, llenos de hombres y mujeres en mallas de spandex de vivos colores, saltando de edificio en edificio, haciendo gala de sus habilidades para defender lo que estaba bien y lo que estaba mal. Los primeros, muchas veces despreciados y vistos como monstruos y los segundos, productos heroicos en un mundo blanco y negro, destinados al deleite de la imaginación. Sin embargo, Edward no podía clasificarse como ninguno de ellos, pues si él también era extraordinario, nunca se había mostrado como tal al resto de los mortales, sino que se repetía tan pomposo título para sí mismo mientras deambulaba tranquilo por las estrechas cornisas de los altos edificios. Así, él era y siempre había sido aquel "increíble caso de Edward Brooks: El hombre pluma, el hombre invisible, el fantasma", aunque todo reducido al pequeño público de su cabeza.
Si Brooks hubiese sido un hombre de acción se habría apodado de alguna de esas maneras, pero él no lo era para nada. Ni siquiera podía afirmar ser algo parecido. Edward Brooks tan solo tenía las increíbles habilidades de la levitación, la intangibilidad y la capacidad de pasar desapercibido a cualquiera como si no estuviese ahí, pero no la suficiente osadía para emplearlas para cualquier cosa. Por eso mismo era por lo que el único título que consideraba válido era el de "increíble caso", él no merecía ningún mote distinto, pues no era ningún héroe, solo un hombre con una extraña suerte, a su juicio malgastada sin ningún remedio. Solo una sombra sin un objetivo claro en la vida. Prefería dejarles todo el trabajo a los "héroes de verdad" como él los consideraba.
Los héroes de verdad, personas sin duda corrientes, sin ninguna clase de habilidad paranormal, eran capaces de salvar vidas que, en muchos casos, parecían insalvables. Los héroes de verdad, provistos de batas y uniforme, con un instrumento o con otro, eran capaces de sacrificar tanto por el resto de las personas. Los héroes de verdad, que parecían de acero en las situaciones más sesudas y complicadas, sabían hacer todo aquello que Brooks nunca se atrevería hacer. Cuando Superman bajaba de los cielos y posaba su imponente figura en el suelo junto al resto de mortales para entregar al villano, convenientemente atado y vapuleado para evitar su huida, siempre lo hacía con un gesto de respeto a una policía que se veía como algo casi innecesario, más bien residual, en toda la trama. Todo aquello a Edward le parecía de lo más despectivo.
ESTÁS LEYENDO
Si quieres escapar lejos
Storie breviSi quieres perderte un rato entre las palabras, puedes abrir la puerta y escapar lejos.