La despertaron sus chillidos.
Claudia se quedó muy quieta en su jergón, sin atreverse a hacer un solo movimiento. Escuchaba los chillidos de la maldita alimaña, el golpeteo de sus patitas contra el piso de madera. Se le revolvió el estómago del asco, pero ya no podía gritar y esconderse detrás de su padre o de sus hermanos mayores y dejar que ellos se encargaran de la rata, como cuando era pequeña. Primero, porque los hombres de la casa se habrían marchado antes del amanecer para trabajar los campos del alcalde Sattler. Segundo, porque ya no era una niña.
Y tercero, porque ya tendría que estar acostumbrada a las ratas.
Entreabrió un ojo, cuidándose mucho de no alterar el ritmo de su respiración, de no hacer ningún movimiento repentino que fuera a espantarla. Solamente tenía una oportunidad de atacarla y ganar, una oportunidad antes de que la rata huyera hacia los dioses sabrían dónde. Las ratas se habían multiplicado tanto en los últimos años que despertarse con una correteando por la habitación no era en absoluto extraño. A veces a Claudia le costaba conciliar el sueño, pensando en qué harían las insoportables bestias cuando cerrara los ojos, mientras no podía verlas o escucharlas. Más de una vez había soñado con ellas, con sus dientes torcidos y el pelaje oscuro y áspero de sus espaldas. Soñaba que las malditas se le trepaban al cuerpo, con sus patitas que parecían humanas, olfateando con sus narices rosadas y buscando alguna parte tierna de su cara o de su cuello para empezar a mordisquear...
La rata chilló un poco más y sus pasos se detuvieron. Claudia abrió el otro ojo y analizó la semi-penumbra del cuarto. Debía de ser temprano todavía, porque los rayos del sol apenas daban luz, apenas la suficiente para que ella pudiera localizar a la intrusa. La vio por fin, cerca, demasiado cerca del jergón para su gusto. Era negra como la noche y gorda, tan gorda como los puños de su padre. Todas ellas eran gordas, lentas y estúpidas: se comían el grano, las verduras y el queso, roían la madera de las paredes y las sillas; si una vaca o una oveja moría en los campos, se cebaban en su carne. Las malditas vivían a cuerpo de rey mientras que las personas tenían que deshacerse de sacos y sacos de grano y harina porque temían que las ratas hubieran defecado en ellos cuando encontraban marcas de dientes y huellas.
Pero no importaba lo grandes y lentas que fueran, no importaba cuántas trampas pusieran en las casas o en los almacenes. Siempre que mataban a una, aparecían cinco. Si destruían una madriguera en una casa, encontraban otras veinte. Cada invierno parecía que sus números disminuían, solamente pare volver multiplicadas con el primer sol de primavera.
Hamelin había sido invadido por las bestezuelas, y no había forma de expulsarlas.
Claudia dejó caer la mano por el costado del jergón, lentamente, para no alarmarla, pero la rata no le estaba prestando atención. Estaba olfateando el jergón de su hermana Miriam, como si estuviera analizando comerse la paja. Como si necesitara otra cosa que masticar. Claudia tanteó el suelo hasta que dio con uno de sus zuecos y se aferró a él con la misma fuerza que un hombre se aferraría a su cuchillo o a su arco en medio de una cacería en el oscuro bosque.
La rata permaneció donde estaba, en medio de la habitación ahora, pasándose las patas por las orejas y el hocico, como si estuviera reflexionando cuál debía ser su próximo movimiento. Claudia se incorporó a medias, sosteniendo la manta sobre su cuerpo como si temiera que la rata fuera a saltar sobre ella y morderla (por otro lado, no tenía ninguna garantía de que no fuera a ser así), levantó el zueco por encima de su cabeza... ¡y lo lanzó con todas sus fuerzas!
No le dio de lleno a la rata, pero aterrizó lo bastante cerca como para que esta se asustara y saltara hacia atrás, chillando como si le hubiera lanzado una olla llena de agua caliente. Claudia estaba segura que huiría entonces, que saldría de su cuarto y no volvería a aventurarse allí, pero el golpe solamente pareció envalentonarla. La rata se dio la vuelta, con el pelo del lomo erizado y las orejas paradas. Abrió la boca y le mostró a Claudia sus dientecillos, aquellos dientecillos que ella temía sentir clavándose sobre su piel como agujas algún día...
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El cuento del cuentacuentos
Fantasy"Era una historia triste, pero romántica, y esperaba que ella supiera apreciarla." • Sinopsis • Antes de ser el cuentacuentos de una Bruja, Cheshire era un muchacho zaino, viajando en una caravana con su familia, igual de nómada que toda su gente...