Cap. 17 - La madrina

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Lo despertó un aliento caliente sobre su mejilla y el toque de algo pequeño y peludo.

Cheshire se estremeció y abrió los ojos. De inmediato, la cosa que se había acercado a inspeccionarlo salió corriendo como una exhalación. Cuando levantó la vista, sin embargo, consiguió verlo con claridad: era, de todos los animales del mundo, un gato. Era pequeño y raquítico, le faltaba un pedazo de oreja y su pelo anaranjado presentaba cortes y cicatrices de peleas con zorros u otros predadores.

El gato lo observó con los ojos amarillos abiertos de par en par, curioso y desconfiado al mismo tiempo. Cuando Cheshire hizo el intento por incorporarse, salió corriendo y desapareció entre la maleza, con la ligereza de un sueño que se desvanece en la madrugada.

Después tuvo tiempo de preguntarse qué demonios hacía un gato perdido en el bosque. Tuvo tiempo de pensar en si realmente lo había visto o había sido una alucinación de su mente agotada. Tuvo tiempo de inventarse que aquella era Canela, que había sobrevivido contra todo pronóstico luego de que sus humanos la abandonaran cruelmente. Los gatos tenían siete vidas, ¿verdad?

Todo eso vino después. Lo primero que experimentó cuando fue consciente de que estaba despierto otra vez fue un dolor agudo, sordo, que parecía atravesar cada parte de su cuerpo sin piedad. Volvió a dejarse caer en el suelo, pero no podía quedarse allí.

Había estado desmayado toda la noche y la mayor parte de la mañana. El sol brillaba en lo alto y sus ropas estaban secas. Era un milagro que ningún predador más grande que aquel gato lo hubiera encontrado. Era un milagro que hubiera salido del río. Era un milagro que estuviera vivo.

Se aferró a eso mientras se apoyaba en un tronco para intentar ponerse de pie. Había perdido sus zapatos en el río. No supo porque, pero aquello le provocó un espasmo de algo parecido a la risa. Sí, todos se reirían de él cuando lo vieran aparecer en el campamento, descalzo, con las ropas sucias, hambriento y sediento. Las tías le prepararían un estofado caliente, los tíos querrían saber todos los detalles de cómo había sobrevivido, Drina y Zale se reirían un poco de él. Y Maman sonreiría, con la misma sonrisa apacible de siempre, le pellizcaría las mejillas y lo llamaría "pequeño".

Y la noche anterior no sería más que una pesadilla.

Se permitió creerlo un momento más antes de ponerse en marcha.

El sol le ardía en la cabeza, y al cabo de un momento, se salió del camino para caminar en el pasto junto a este en cambio. Había menos piedras que le harían daño a las plantas de sus pies de esa manera. No tenía idea de qué tan lejos estaba, pero siguió caminando contra la corriente del río, seguro de que si lo hacía llegaría de vuelta a Hamelin en algún momento.

Y entonces vio al caballo.

No se entendía mucho con esas bestias. Darles de comer, cepillarlos, ensillarlos, eran todas tareas que le tocaban de vez en cuando, pero que hacía sin especial entusiasmo. Harman y Cato eran quienes domaban los nuevos potrillos, quienes decidían cuando comprar un caballo nuevo o vender uno viejo. Rara vez se aprendía sus nombres. Ni él, ni Zale, ni Drina, se habían encariñado jamás con uno de ellos al punto de llorar cuando tuvieron que deshacerse de él, como le había pasado a su prima Lennor con una yegua blanca una vez.

Pero cuando lo vio ahora, pastando tranquilamente a un costado del camino, las riendas rozando el suelo, le pareció una visión enviada por la propia Diosa Sol para consolarlo y se le llenaron los ojos de lágrimas. Era uno de los suyos, un sencillo caballo marrón sin nada especial, pero ningún corcel de cuentos era más gallardo o más hermoso o podía rivalizar con él en ese momento.

El cuento del cuentacuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora