Cap. 8 - Amigos

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Claudia se rehusó a creerlo al principio, pero a medida que pasaron los días, era más y más difícil seguir negándolo. Ya no las escuchaba corretear dentro de las paredes, ni aparecían sus huellas en la harina, ya no se despertó nunca más con alguna de las malditas bestezuelas metida en su cuarto como si el lugar le perteneciera.

Su casa, por primera vez en años, estaba libre de ratas.

—¡Ninguna, ni una sola! —les aseguró Serafina a sus nueras cuando se reunieron en la casa de Zirilo al final de la semana—. Ya no tenemos que preocuparnos por ellas, nunca más.

—¿Y no...? —preguntó Jana. Se sonrojó un poco y bajó la voz—. ¿Y no te robaron nada?

—¡Pues claro que no! —dijo Serafina. Parecía hasta un poco indignada de que le preguntaran algo como aquello—. Lo único que se llevaron fueron las ratas.

—¡Entonces tengo que decirle a Zirilo que les pida que vengan! —exclamó Sara. Jana soltó una exclamación de sorpresa, pero Sara no se inmutó—. Estoy harta de que las ratas mordisqueen nuestros muebles. Y si Serafina dice que son buenas personas, yo le creo.

—Bueno, por supuesto —dijo Jana, algo nerviosa—. Pero...

—Además —Sara se puso una mano sobre su vientre abultado—. No quiero que estén aquí cuando llegue el bebé. Cuando nació Eloise, tenía tanto miedo que se subieran a su cuna y le hicieran daño...

—Sí —dijo Jana, con el rostro pensativo—. Sí, lo entiendo. Gustau quiere que tengamos otro hijo, pero con todos los niños enfermos en el pueblo...

—¿No lo sabías? —dijo Miriam—. Los pequeños de Marlene ya se encuentran mucho mejor.

Era verdad. Claudia se había cruzado con Ida y sus hermanos en el mercado más temprano. El pequeño Finn estaba tan delgado como una hilacha y todavía había círculos negros debajo de sus ojos, como si necesitara un tiempo aún para recuperar todo el sueño que la enfermedad le había hecho perder. Pero Ida le dijo que estaba mejor.

—Todavía se cansa, pero ya no tose como antes —informó a Claudia con una sonrisa de oreja a oreja—. Y todo gracias a ese ungüento de la abuela zaina.

—Llámalos cuanto antes, Sara —le dijo Serafina a su nuera—. Un ambiente limpio será lo mejor para el bebé.

Sara lo hizo. Y también lo hizo Jana, unos días después. Y después lo hicieron sus vecinas. Y luego las vecinas de estas. Los rumores sobre los zainos y sus formas de expulsar a las ratas se expandían por el campo, cuando los jornaleros hacían pausas para comer con sus familias, en el patio de la iglesia, en los puestos del mercado.

Y todo el mundo estaba de acuerdo: una vez que ellos pasaban por las casas, las ratas desaparecían por completo.

—Es el de la flauta. Él es el que hace todo.

—No sé cómo, pero les toca una melodía y las ratas salen de sus agujeros como si las llamara.

—¡Yo las vi meterse ellas mismas en sus jaulas, como si no tuvieran idea de lo que les iba a ocurrir a continuación!

Estaban impresionados y agradecidos. Y por supuesto, se mencionaba una y otra vez la recompensa del alcalde.

—Ese hombre tiene muy buen ojo para los negocios.

—¡Está muy bien que les ofreciera pagarles por deshacerse de las ratas!

—Todo el pueblo quedará limpio en muy poco tiempo. Ya lo verán.

El cuento del cuentacuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora