Cap. 9 - La enfermedad del genio

190 38 7
                                    

El ambiente en el campamento había cambiado. Cheshire no podía señalar exactamente lo que era, pero había algo en el ambiente que no terminaba de encajar del todo.

La amenaza inmediata de morirse de hambre había pasado. Maman y las tías habían empezado un lucrativo negocio de ungüentos para toda clase de males, desde las toses de los pequeños hasta las arrugas que aparecían alrededor de los ojos de las mujeres. Con ello podían sobrevivir tranquilamente a su estadía mientras los hombres se encargaban de la tarea que les había encomendado el alcalde.

Maman estaba intranquila, sin embargo. Nadie podría haberlo adivinado mirando su rostro, que permanecía tan apacible como siempre. Pero consultaba sus cartas constantemente: las mezclaba y volvía a mezclarlas, en tiradas y abanicos cada vez más elaborados. El ceño de su rostro se volvía cada vez más profundo a medida que las leía, negaba levemente con la cabeza, recogía las cartas y otra vez las volvía a tirar. Cualquiera fuera el mensaje que le estaban pasando, sin duda alguna no le gustaba nada.

Por otro lado, Zale ya no tocaba para ellos. Se pasaba el día con su flauta en las distintas casas, con sus melodías milagrosas para atraer a las ratas, se le agrietaban los labios de tanto soplar y se le agarrotaban los dedos sobre los agujeros. Así que Cheshire hubiera entendido si, al caer la noche y regresar junto a los carromatos, no tenía ánimos de tocar una balada o una canción de aventuras para ellos. Pero no era eso lo que Zale hacía. En lugar de descansar, tomaba uno o dos bocados de comida, llenaba su cantimplora en el río y se retiraba a un costado con su flauta, una pluma y su propia libreta de notas que había adquirido en el mercado. Y por supuesto, las ratas que sacaban vivas de las casas.

Cheshire se le había arrimado varias noches para ver qué era lo que hacía. A Zale no parecía importarle demasiado. Es más, era como si, mientras estaba concentrado en sus experimentos, no veía otra cosa que no fuera sus notas musicales y el efecto que tenían en las ratas a medida que las manipulaba.

—Tiene que haber una forma de conseguir que todas me sigan —mascullaba a veces, obsesivo—. Tiene que haber una forma...

La tía Miselda y el tío Harman estaban muy preocupados por él, por supuesto.

—Cato, tienes que decirle que pare —le había rogado el tío Harman en varias ocasiones—. Temo que vaya a lastimarse. Temo que vaya a volverse loco.

—Sé que esto no te gusta nada, hermano —le contestaba Cato en tales ocasiones—. Pero el talento de Zale es la forma más eficaz que tenemos de cumplir nuestro cometido. Treinta monedas de oro, Harman. Piensa en todo el tiempo que podremos vivir con tranquilidad con eso.

Harman no se encontraba con ánimos de insistir, pero Miselda nunca había tenido la costumbre de quedarse callada.

—¡Que os lleven las Shtriga a ti y a tus monedas de oro! ¡No pondré en riesgo a mi hijo!

—¡Missy! —exclamó Gildi, escandalizada. Cato era la cabeza del clan y la caravana, nadie podía hablarle de esa manera.

Pero Miselda no se calló.

—¡No voy a permitir que su salud empeore de esta manera! ¡O nos marchamos mañana mismo o...!

—No vamos a marcharnos.

Zale era el que había hablado. Todos en el campamento se quedaron callados de pronto y se volvieron a mirarlo. A la luz del fuego, se veía tan pálido como los que contraían lo que Claudia llamaba "el Silbido". Cheshire sabía que dormía poco de noche y por lo general estaba tan abstraído que parecía un milagro que estuviera siguiendo aquella conversación.

El cuento del cuentacuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora