Prólogo

1.9K 205 63
                                    

Vemos  a un joven muchacho de unos 14 años de edad sentado al pie del fuego, su abuelo Gabriel está pelando una manzana mientras le habla sentado en un sillón rojo con lo que parecen rombos blanquecinos y una tele de pantalla grande, aunque no muy actualizada, en la que hombres trajeados relataban sucesos del día a día.

—Querido muchacho, en esta vida o cazas o te cazan, por eso mañana te llevo a matar patos a la Albufera más grande de toda Valencia—dijo el viejo anciano mientras se atusaba la barba con aires de sabiduría.

El abuelo del chico tenía unos setenta años, una faz larga ocupada por cejas frondosas, gafas de aspecto retro, pantalones pesqueros, una camisa de mangas largas y unas botas de montaña, además de las arrugas características de la edad y el cabello blanco, símbolo que hace referencia sin duda al paso del tiempo.

—Pero abuelo, las aves no matan a las personas—el chico de pelo negro con el cabello cubierto de rizos ondulados y pequeños, abrió los brazos contrariado, no podía comprender porque aprender a matar era tan importante para su anciano abuelo.

—Teide, tienes que aprender a ser valiente, ningún libro de ésos de los que tú lees te va enseñar esa lección, porque solo la experiencia te da la respuesta, te adelanto acontecimientos—regañó el abuelo a su nieto, que seguía mirándole con expresión  incrédula.

—No quiero aprender algo que pueda dañar a un animal, abuelo— el crío arrugó las cejas y miró hacia abajo con lástima.

El abuelo del chico en esos instantes cambió su temperamento, estiró la mano por encima de su cabeza y dijo con la cara roja y el semblante serio.

—¡Pues vas a hacerlo sin rechistar, Teide!—la brasa de la chimenea que estaba junto a ellos ardió con más intensidad—. Además, tu padre está de acuerdo, ya es hora de que alguien te espabile.

—Pero abuelo...—el chico no pudo decir palabra alguna porque fue interrumpido bruscamente.

—¡He dicho que no hay nada que discutir!—el anciano casi se cae debido a la rabieta—. Vete a tu cuarto a leer tus preciados libros mientras yo limpio las escopetas.

El chico obedeció, aunque tenía ganas de contestar a su abuelo y llevarle la contraria, pero sabía que su padre se enfadaría cuando se enterara, por eso precisamente decidió subir a su cuarto a limpiar sus juguetes y ordenar sus cosas.

La casa de sus abuelos era una antigua casa señorial, con tres plantas, una correspondía al sótano, donde de vez en cuando trabajaba su abuelo cortando tablones de madera y haciendo figuras que debido a su temprana edad no podía comprender, luego estaba el salón comedor, con patio para los perros de sus abuelos. Después estaba la segunda planta que conectaba con la primera por medio de una escalera blanca grande, veintidós escalones para ser exactos, las paredes estaban adornadas con cuadros pintorescos y lámparas de distintos tamaños para iluminar el tétrico aspecto de la grotesca casa. La segunda planta tenía una cama de matrimonio, y luego estaban las habitaciones de los cinco hijos de la familia, dos camas en  una habitación compartida, otras dos que conformaban una litera con amplias sábanas, pero con colchones polvorientos, y otra habitación aparte, la del ordenador,  con una única cama y un simple flexo oxidado. La tercera era una terraza, se llegaba a ella a través de unas viejas escaleras de marmol, y la madera del suelo cuando la pisabas crujía debido a los golpes del temporal y del propio tiempo. Esta zona era la más abandonada de la casa, allí no habitaba nadie, aun así había un cuarto con dos camas y un ventilador roto a medias, cuyo girar incompleto interrumpía de vez en cuando las noches del imberbe joven.

Su cuarto era el del ordenador, pero no lo parecía, porque su abuelo Augusto desde que falleció su mujer, no dejaba que nadie decorara las paredes, la casa estaba exactamente igual que cuando se casaron hace cuarenta y cinco años.

Teide se sentó, y tras limpiar con un paño el polvo de sus muñecos, procedió a leer en silencio sus novelas de misterio. Se metió tan profundamente en la novela que estaba leyendo que apenas recordaba la complicada tarea que tenía que llevar a cabo al día siguiente. Le gustaba leer aquellos libros porque incentivaba a ese pequeño detective que el chico tenía dentro, y con cada saga aprendía algo. Las novelas de Holmes le enseñaron a fijarse en todos los detalles, el chico también portaba la astucia de Poirot, e incluso la agilidad mental del detective Conan, cómics que había comenzado a leer en un principio porque su padre pensó que con dicha acción conseguiría hacer amigos, pero todo lo contrario, lo que al principio parecían dibujos simples sin nada que ofrecer, con el paso de las páginas se volvieron trepidantes aventuras con crímenes inteligentes, cuyo autor al comienzo de cada capítulo era desconocido, pero que con la práctica fue desenmascarando.

De repente, mientras el chico trataba de averiguar qué hacía un enorme charco de agua en una de las escenas de su cómic, su abuelo irrumpió en la habitación como si se tratáse de un caballo desatado, y arrancó de sus manos el cómic que tan absorto estaba leyendo. Cogió ése y todos los que llevaba en su mochila, y acto seguido los tiró a un cubo de basura negro sin etiquetas.

—Es por tu bien chico, espero que lo entiendas—volvió a repetir el anciano—. Juega con ésto, te hará conseguir todos los amigos que ahora no tienes.

Dejó un balón corriente en su lugar, encima de la cama, era blanco con hexáganos negros y estaba algo pinchado.

"El día que decidí que quería matarte"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora