Si el doctor Akane Fukuda siempre había encontrado algo siniestro aquel enorme complejo de laboratorios y salas de supercomputadoras oculto a treinta metros bajo tierra, ahora su lugar de trabajo se había convertido, sencillamente, en un entorno de pesadilla.
El sistema de iluminación principal había caído. Las alarmas se habían activado, y las lámparas de emergencia inundaban los oscuros pasillos y estancias de una enervante luz roja que se encendía y se apagaba. El eco de los corredores de hormigón amplificaba el sonido de la masacre que estaba teniendo lugar en la base: personal militar y científico era devorado por aquellas extrañas cosas que habían aparecido de la nada, y que ahora infestaban los niveles inferiores del complejo
¿Cómo iba a escapar de allí? Fukuda lo sabía: en realidad, era imposible. Se encontraba en uno de los niveles inferiores de la base; por debajo de las salas de pruebas; por debajo de la planta que alojaba las calderas, alimentadores y pozos de refrigeración del supersincotrón de protones y el sistema de hiperconducción gravitónico único en el mundo, que él había ayudado a construir. Grave error.
No, no podía escapar. Por eso lo que debía hacer era detener aquella locura. Sólo él podía conseguirlo. Sólo él podía desactivar los módulos de extracción de energía que habían causado aquella impensable disrupción en el tejido del espacio-tiempo.
Fukuda introdujo en el bolsillo de su bata blanca el disquete con todos los datos obtenidos tras las últimas simulaciones y se arrastró por debajo de las mesas de la sala de control con la esperanza de pasar desapercibido. Más allá de las ventanas, aquellos seres espantosos que graznaban y silbaban con enormes aves carroñeras se daban un festín con sus compañeros. No es que Fukuda hubiera sido un trabajador muy sociable. Pero, desde luego, jamás habría deseado un final tan horrendo para los hombres y mujeres del complejo.
Llegó a uno de los pasillos secundarios, aquel que, a modo de rellano, comunicaba las distintas plantas mediante tres ascensores y una serie de escaleras ascendentes y descendentes. Los ascensores no funcionarían, de modo que Fukuda corrió hacia las escaleras y no tomó la ascendente, que, con suerte, lo transportaría hasta el exterior de la base. Descendió hasta un nivel aún más vacío, oscuro y espeluznante que aquel en el que trabajaba día y noche.
Una vez abajo, solo, rodeado de una sutil penumbra azulada que los propios muros de hormigón parecían emitir, siguió al frente.
Un estruendo metálico confirmó que las criaturas habían reparado en su presencia: sedientos de sangre, aquellos seres espantosos chasqueaban sus mandíbulas y agitaban sus largas colas mientras descendían en tropel por los escalones.
Envuelto en sudor y deshaciéndose en improperios en su idioma materno, el doctor forcejeó con las puertas metálicas correderas que, de haber funcionado la alimentación principal, se habrían desplazado a un lado de forma automática. Entonces descendió unas escalerillas de reja metálica para adentrarse en un impresionante hangar subterráneo. Era una estancia tan grande que podría haber alojado en su interior un pequeño estadio de fútbol. En el corazón de aquel cavernoso espacio, rodeado de toneladas y toneladas de sensores electromagnéticos, cableado y maquinaria pesada, se hallaba lo que parecía un meteorito de cristal que emitía una intensa, casi cegadora, luz azul.
Aquel cristal de casi media tonelada de peso era uno de los mayores fragmentos de Pʀīϻʌʟ, la Piedra de los Tiempos, encontrados hasta la fecha. Durante los últimos cinco años, el equipo de Fukuda había trabajado en el estudio y la explotación de aquel extraño mineral de origen extraterrestre que albergaba en su interior la energía contenida de mil soles, y que poseía un valor inestimable para el hombre moderno: en una época como la última década del siglo veinte, cuando las naciones se enfrentaban unas a otras en sangrantes conflictos por el control de los recursos naturales y energéticos, Pʀīϻʌʟ constituía una fuente de energía virtualmente infinita que podría poner fin a todas las guerras.
Pero algo había salido mal. La Piedra de los Tiempos no era una simple batería que el ser humano pudiera conectar a su maquinaria. El equipo de Fukuda había llegado demasiado lejos en sus indagaciones; era como si hubieran enfurecido a aquel misterioso objeto espacial.
Fukuda tecleó con dedos frenéticos la terminal de control. Introdujo el disquete para forzar un patrón de fluctuación predefinido que pusiera fin a la singularidad causada por la piedra. Era un proceso largo, de entre cinco a diez minutos. Y él no tenía ni tan siquiera uno: aquellos seres de hace ciento veinte millones de años que la piedra había convocado, depredadores de un mundo primitivo y cruel, cargaron contra Fukuda con las garras extendidas y las fauces abiertas en una siniestra sonrisa.
Lo había intentado. Su conciencia estaba tranquila: cuando alguien, alguno de los equipos de rescate de la empresa o incluso el propio gobierno, descendieran hasta allí, sólo tendrían que completar la programación que él había dejado inconclusa en la terminal.
Uno de aquellos monstruos lo derribó. Fukuda sintió un dolor atroz en su espalda mientras las garras con forma de hoz de la criatura se clavaban en su carne. Trató de darse la vuelta para mirar al agresor, y lo que vio fueron dos fríos y crueles ojos de reptil que lo observaban con malicia antes de darle el golpe de gracia.
El doctor Akane Fukuda jamás habría imaginado que moriría devorado por un dinosaurio.
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[Pʀīϻʌʟ 99]
AdventureDurante el caluroso verano de 1999 en la diminuta y aislada localidad de San Juan, Viki y sus amigos Jonathan y Michaeljordan pasan las tardes viendo las mismas películas de aventuras, ciencia ficción y terror en VHS una y otra vez. También acostumb...