Capítulo 7 - LA GARRA NEGRA

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El sol terminaba de ocultarse y las fachadas encaladas de las casas mostraban una tonalidad azulada. Las farolas del pueblo aún no se habían encendido, y una bandada de vencejos volaba a escasos centímetros de la pandilla atravesando la penumbra con el pico abierto a la caza de insectos.

—No parece que haya nadie —dijo Michaeljordan.

—Tú sigue llamando —pidió Viki.

Habían decidido que sería Michaeljordan quien llamaría al timbre de la vivienda de la señora Manolita, ya que la sección de chucherías de los ultramarinos era prácticamente la segunda casa de su amigo.

—¿No creéis que se lo tomará a mal? —planteó Jonathan—. Ya sabéis, venimos a indagar sobre su difunto esposo.

—La señora Manolita es muy amable y seguro que se alegra de vernos —dijo Clara.

—Pero procura no referirte a Emilio bocachica como su difunto esposo —aconsejó Viki—. En realidad, nadie sabe qué le ha ocurrido.

Jonathan asintió, y Michaeljordan siguió pulsando el timbre.

Pronto, se oyó el roce de unas zapatillas que avanzaban lentamente sobre baldosas de conglomerado al otro lado de la puerta.

—¡Qué sorpresa, chicos! —exclamó la anciana, sonriente, cuando abrió la puerta—. Pero lo siento mucho: la tienda está cerrada.

—No venimos por chuches —dijo Viki—. Nos hemos enterado de que su marido ha desaparecido y queríamos saber cómo se encuentra usted.

—Ay, niña. —Los ojos de la entrañable anciana se humedecieron por un momento—. Pasad, pasad.

Manolita los condujo hasta un salón forrado de estampas de santos y vírgenes y las fotos de la primera comunión de varios niños y niñas dentudos y con muchas pecas, seguramente sus nietos. El televisor estaba encendido. En estos momentos la pantalla mostraba una de las películas de vaqueros de los canales autonómicos que Emilio bocachica solía ver desde su sillón ahora vacío.

Viki y los demás se sentaron en un sofá cubierto de un tapete de ganchillo mientras la señora Manolita ocupaba su propio sillón.

—Podéis coger lo que queráis —dijo Manolita al respecto de un par de cajas de palomitas dulces y pulseras de caramelo que aún no había llevado a la tienda.

Michaeljordan y Clara dieron un saltito de alegría sobre el sofá, pero al final imitaron los sobrios modales de Jonathan y Viki y decidieron no tomar nada.

—Cuéntenos, Manolita. ¿Qué le ha pasado a Emilio?

Una intensa emoción embargaba a Manolita. Pero la señora se enjugó las lágrimas y se esforzó por hablar con calma:

—Yo ya le decía a Emilio que no saliera a caminar tan tarde. Le decía: Emilio, no salgas a caminar tan tarde. Pero a este hombre no hay quien le quite una cosa de la cabeza, y siempre le ha gustado mirar al cielo por la noche.

—Viki es igual —dijo Clara—. Le gusta mucho mirar las estrellas.

—¡Pues ten mucho cuidado, niña! Que no te pase como a mi marido.

—¿Cree que se ha perdido? —preguntó Viki.

—Eso es lo que dice mi madre —dijo Michaeljordan—. Algunos abuelos echan a andar y andar y terminan en el pueblo de al lado sin darse cuenta.

—No, no —respondió Manolita enseguida—. Mi Emilio ha sido siempre un hombre despierto. No se ha perdido —aseguró Manolita.

—¿Entonces?

—¿Qué te voy a decir, hija? —preguntó la anciana—. Nadie me cree en el pueblo.

—¿Qué es lo que no creen? —preguntó Viki en tono prudente.

Al cabo de unos segundos de incertidumbre, Manolita se atrevió a hablar:

—A Emilio se lo ha llevado la Garra Negra.

Viki y los demás intercambiaron una mirada de sorpresa. La Garra Negra era una criatura malvada con afilados dientes y zarpas que acechaba a los habitantes de San Juan, o al menos eso era lo que los abuelos contaban a sus nietos para que no se alejaran de casa e hicieran trastadas. Viki entendía perfectamente por qué nadie creía a la pobre Manolita: a ojos de la policía local y todos los adultos del pueblo, la Garra Negra no era más real que el hombre del saco.

—¿Por qué piensa usted que ha sido la Garra Negra, Manolita?

—Porque mi marido ha tomado el mismo camino por las noches durante los últimos cuarenta años. Y la mañana después de su desaparición, cuando Francisco el policía me llevó al camino, vi las huellas de esa mala bicha.

—¿Vio usted huellas? —preguntó Jonathan con las cejas alzadas—. ¿Qué tipo de huellas?

—Las huellas de la Garra Negra, claro está.

Jonathan no supo muy bien qué contestar a aquella respuesta circular.

—Bueno —siguió diciendo Viki—. ¿Qué ha dicho el policía?

—Que debían ser las huellas del perro de Fabián el barbero, que también ha desaparecido. Pero yo le aseguré que eso no tenía sentido. ¿Para qué iba a llevarse mi marido al perro del vecino al campo? ¡Y por la noche! Además, también ha desaparecido el hijo de Félix el ferretero.

A Jonathan y Michaeljordan las palabras de la anciana les resultaban totalmente inverosímiles. Pero Viki confiaba en el buen juicio de la señora Manolita, que siempre los había tratado con cariño y era, además, muy rápida calculando el cambio en la tienda.

—Imagino que las huellas se perdían en la hierba —dijo Viki, y Manolita asintió—. Y seguramente hayan desaparecido después de tantos días.

—Ah, no, no —contestó la anciana—. Las huellas siguen ahí. Lo sé porque todas las mañanas yo me ato un pañuelo a la cabeza, me coloco el sombrero de paja y vuelvo al camino para llamar a Emilio a gritos por si puede oírme. Por eso dejo la tienda cerrada.

Viki y sus amigos sintieron una gran ternura al imaginar a la señora Manolita gritando el nombre de su marido en mitad del campo todos los días. Su historia no tenía mucho sentido, pero hablaba de unas huellas que otras personas habían visto.

—No se preocupe, Manolita —dijo Viki—. Seguro que hay una explicación para todo esto. Su marido aparecerá muy pronto.

—Que Dios te oiga, hija.

Minutos después, los muchachos salían de la casa de Manolita cargados de gominolas y caramelos que ya no pudieron rechazar.

—La señora Manolita es la mejor y espero que todo acabe bien —dijo Michaeljordan con la boca llena de chuches mientras caminaban de regreso a casa—. Pero a mí me da que este es un caso claro de demencia senil.

—¡Tío! —Jonathan le dio una colleja, y Michaeljordan, que casi se atragantó, escupió una asquerosa pulpa de gominola verde al suelo.

Siguieron caminando mientras las farolas se encendían lentamente y las calles se teñían de un acogedor fulgor ambarino.

—Bueno, chicos. ¿Echamos una play antes de que os vayáis a cenar? —preguntó Michaeljordan.

—No —respondió Viki con parquedad.

—¿Y eso por qué?

—Pues porque vamos a ir ahora mismo en busca de las huellas —dijo Viki.

—¿Puedo ir con vosotros? —preguntó Clara, emocionada.

—Por supuesto que no. 

[Pʀīϻʌʟ 99]Where stories live. Discover now