Capítulo 6 - MISTERIOSAS DESAPARICIONES

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Pasaron los días y, como de costumbre, Viki, Clara y Jonathan no dejaron de acudir a casa de Michaeljordan para ver películas y jugar a videojuegos. La única diferencia es que ahora las chicas cruzaban el pueblo sin sus bicis.

Cuando Michaeljordan terminó el juego anterior, probó uno nuevo que su padre acababa de traerle. Ya no era una exploradora quien se enfrentaba a una horda de dinosaurios furiosos, sino una agente de operaciones especiales con el pelo corto y de color rojo.

—¡Mierda, tío! —exclamó Michaeljordan, que pegó un bote sobre la cama—. ¡Un tiranosaurio!

—Tío —respondió Jonathan—. Siempre te pasa lo mismo.

En esta ocasión el dinosaurio era marrón y daba aún más miedo que el anterior. Devoró a la protagonista en un abrir y cerrar de ojos y, cuando le tocó a Viki enfrentarse a él, ni siquiera ella pudo derrotarlo.

—¡Éste es demasiado duro! —aseguró Viki, que era sin lugar a duda la mejor jugadora de la pandilla.

El grupo pasó la tarde explorando los sombríos corredores y laboratorios de las instalaciones militares de la isla Ibis. Pero aquél era un juego demasiado difícil para ellos. Les costaba horrores avanzar, de modo que decidieron apagar la consola y hacer una visita a la tienda de la señora Manolita.

—Hace tanto calor que me voy a derretir como el T-1000 —protestó Michaeljordan una vez salieron a la calle.

—El T-1000 no se derrite por el calor —explicó Jonathan—. Está compuesto de una polialeación mimética con nanochips que le permiten cambiar de forma.

—Eso está claro, tío. Sólo era una forma de hablar.

Trataban de caminar por la sombra, pero era difícil encontrarla en un pueblo donde casi todas las viviendas eran de una sola altura y no había árboles en las calles.

Cuando llegaron a la tienda de ultramarinos, tenían la sensación de haber cruzado un desierto interminable.

—¡Y encima está cerrada! —exclamó Clara al encontrarse con la puerta bloqueada y las cortinas bajadas.

—Qué raro —dijo Viki.

Nunca habían visto la tienda de la señora Manolita cerrada.

—¿Y ahora qué hacemos? —planteó Michaeljordan, que, nervioso, no paraba de arrojar a todas partes una mano elástica llena de arenilla y todo tipo de porquería. Clara se agachó para esquivarla, y el repulsivo juguete acabó pegándose en la frente de Jonathan.

Al final, como la tienda estaba cerrada y no tenían otra cosa que hacer, terminaron regresando a la habitación de Michaeljordan para enfrentarse al tiranosaurio del videojuego ver por enésima vez.

Como era vacaciones, aquellos días Viki y Clara volvían más tarde a casa. Apenas se encontraban con su padre, que sólo entraba a la vivienda para ducharse y echarse algo al estómago antes de regresar al bar.

Muchas veces Viki y Clara aprovechaban que la casa se quedaba vacía para ver alguna película de dibujos o jugar a la oca, el parchís o En Busca del Imperio Cobra, el juego preferido de Clara.

Luego, cuando su hermana dormía, Viki salía a la calle y caminaba hasta el final de la calzada para asomarse, como siempre, al océano de hierba reseca y matojos que rodeaba San Juan. Cuando reconocía las formas de las constelaciones en el firmamento nocturno se sentía reconfortada, como si volviera a encontrarse con un viejo amigo: allí estaban la Estrella polar y la Osa Mayor al norte, el Boyero y la Corona Boreal al oeste, y Hércules y el Dragón sobre su cabeza.

Pero durante las últimas noches Viki estaba mucho más interesada en la luna, que en su forma menguante mostraba un oscuro arco en su contorno derecho. La muchacha llegaba a pasar horas tumbada sobre el asfalto sin apartar los ojos del astro a la espera de aquel inquietante fenómeno que distorsionaba el brillo de la luna como si ésta no fuera más que un espejismo.

Viki comprobó enseguida que, cuando esto pasaba, la brisa nocturna se detenía, se instalaba un silencio sepulcral en la llanura y ella misma sentía cómo su pulso se aceleraba, descendía su temperatura corporal y se erizaba el vello de sus brazos. En esas ocasiones, Viki se sentía inundada de un extraño temor y corría de regreso a la seguridad de su habitación.

—Es el efecto 2000 —aseguró Michaeljordan cuando su amiga lo comentó una tarde como cualquier otra.

—¿Qué es el efecto 2000?

—¡El fin de todas las cosas! —respondió Michaeljordan en tono dramático.

—Eso no tiene ningún sentido —dijo Jonathan—. El efecto 2000 es un sencillo fallo de programación: algunos ordenadores y relojes digitales no están preparados para saltar del año 99 al 00. Pensarán que es 1900 y no 2000 y dejarán de funcionar. Nada grave.

—No tienes ni idea, tío —contraatacó Michaeljordan—. El efecto 2000 es algo mucho más chungo. ¡Es el comienzo de una nueva era cósmica! El espacio-tiempo se va a poner patas arriba. Seguramente, lo que Viki ve por las noches es la luna, que empieza a desintegrarse por efecto de los rayos taquiónicos.

—Tío...

Agobiado, Jonathan no sabía por dónde empezar a desmontar la descabellada teoría de su amigo.

—Sea lo que sea —intervino Viki— lo que veo por las noches es algo muy real.

—Seguro que tiene que ver con las desapariciones —concluyó Michaeljordan, y sus amigos lo miraron con cara de sorpresa.

—Espera, ¿qué desapariciones?

Ni Jonathan ni las chicas se habían enterado de los extraños acontecimientos que estaban teniendo lugar en San Juan durante los últimos días. Michaeljordan se lo explicó todo:

—Si la tienda de la señora Manolita lleva cerrada una semana es porque su marido, Emilio bocachica, desapareció sin dejar rastro. Se lo oí decir a mi madre el otro día cuando hablaba por teléfono con la mujer de Francisco el policía. También han desaparecido ese chaval con cara de bobo de la ferretería y el perro de Fabián el barbero. ¡Incluso se ha denunciado la desaparición de diez sacos de patatas en una de las fincas del pueblo!

—No creo que eso de las patatas tenga nada que ver con las desapariciones —caviló Jonathan—. Aun así, que dos personas y un perro hayan desaparecido en diez días es algo muy inquietante.

—Desde luego —coincidió Viki—. Sobre todo, cuando no ha pasado nada relevante en San Juan durante los últimos dos siglos.

Al cabo de unos segundos de silencio, Michaeljordan volvió a hablar:

—Ya sabéis lo que ocurre: es el efecto 2000. ¡El universo está empezando a desvanecerse!

—Buah —gruñó Jonathan, escéptico.

Pero el descubrimiento de Viki y las teorías descabelladas de Michaeljordan habían sembrado la curiosidad en el grupo. Durante toda la tarde, no pararon de hablar de fallos computacionales, misteriosos rayos cósmicos y profecías apocalípticas.

—En realidad hay una forma de saber lo que está ocurriendo —planteó Viki cuando ya empezaba a hacerse de noche y resultaba aburrido seguir conjeturando.

—¿Cómo? —preguntaron Michaeljordan y Jonathan al unísono. 

[Pʀīϻʌʟ 99]Where stories live. Discover now