Algo en lo que ni siquiera el alumno más avispado de Centeno se detenía a pensar es que, si ellos estaban hartos de ir a clase durante un largo año, sus profesores lo estaban mucho, mucho más. Por eso las cinco primeras clases de la mañana consistieron en charlas banales sobre el buen tiempo que hace en verano y lo muy bien que todos debían comportarse hasta que se reencontraran en septiembre. También vieron un par de cintas de documentales en la anticuada tele de carcasa marrón que tenían en el aula: el primero versaba acerca de los rituales reproductivos de los abadejos de las aguas del Atlántico norte; el segundo, sobre las causas geopolíticas de la Guerra del Golfo, un conflicto que había terminado hacía ya casi diez años, cuando Viki y sus amigos ni siquiera sabían qué era una guerra, ni mucho menos un golfo.
Pero había un profesor estricto y meticuloso en el instituto que no deseaba perder ni el último segundo del calendario lectivo. Ése era el señor Romero, el profesor de física y química, un tipo de expresión ceñuda con aspecto de cono de helado debido a su cabeza enorme y anchos hombros y su cintura y piernas estrechísimas.
La clase del señor Romero era a última hora de la mañana, cuando el sol de finales de junio se encontraba en su punto álgido y amenazaba con derretir la estructura del edificio. Casi costaba respirar en el aula, como en el interior de una sauna.
El señor Romero había dado una charla magistral sobre física teórica durante los primeros treinta minutos. El resto de la clase lo dedicó a encomendar un proyecto de investigación a los alumnos que habían aprobado su asignatura:
—Abran sus agendas y tomen nota, por favor. El proyecto consiste en una redacción a doble cara, de un mínimo de diez páginas y en folio blanco impoluto, que ya nos conocemos, señores, y no voy a aceptar hojas de cuaderno arrancadas y sucias. Deberán ustedes elegir cualquiera de los conceptos y leyes de la física que hemos estudiado durante el curso, investigarlos en profundidad y realizar una propuesta de utilización en el mundo real, ya sea a nivel teórico como práctico o industrial.
Las palabras del señor Romero cayeron como un jarro de agua fría sobre los alumnos. Aquel proyecto sonaba prácticamente a un castigo. ¿Cuántas horas deberían dedicar a leer textos incomprensibles sobre partículas y ecuaciones cuando deberían estar comiéndose un helado en la piscina?
Sólo acogieron el proyecto con entusiasmo Viki, Jonathan y Martí, un joven de nariz aplastada y pelo rubio cortado a tazón que sacaba tan buenas notas como ellos. Física y química se encontraba entre sus asignaturas preferidas y no supondría ningún problema para ellos seguir investigando por su cuenta durante las largas tardes del verano.
—Cuando volvamos a vernos en septiembre —prosiguió Romero— el alumno que haya realizado el mejor trabajo recibirá un premio.
Viki, que no se sentaba muy lejos de Martí, vio cómo el muchacho se giraba para hablar en voz baja a una camarilla de amigos que solían reírle las gracias.
—Ya me imagino el premio —dijo el muchacho con desprecio—: un tocho de libro sobre cualquier científico pirado de hace un siglo.
Sus compañeros se rieron casi por costumbre, ya que en realidad los comentarios impertinentes de Martí no solían hacer mucha gracia. Pero Martí era el hijo del tipo más rico de San Juan, el propietario de un negocio de reparto de productos zoosanitarios y dueño de un chalé con piscina. Por eso el muchacho se creía merecedor de la atención de todo el género humano.
—Profesor. —Jonathan levantó la mano de forma educada.
—Dígame, Salazar —respondió el hombre.
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[Pʀīϻʌʟ 99]
AdventureDurante el caluroso verano de 1999 en la diminuta y aislada localidad de San Juan, Viki y sus amigos Jonathan y Michaeljordan pasan las tardes viendo las mismas películas de aventuras, ciencia ficción y terror en VHS una y otra vez. También acostumb...