XXIII Como lágrimas bajo la lluvia

228 30 9
                                    

La lluvia furiosa caía a raudales y su corazón se mantenía calmado, oyendo el sonido de una gota que había comenzado a caer. Desde varios metros sobre la tierra, había encontrado un camino único, colándose por la arquitectura humana para terminar cayendo frente a él.    

Sólo una pequeña gota de los millones y millones que caían, una gota que recordaría de entre esos millones de millones porque compartieron un instante en el tiempo.

Repetía una y otra vez en su mente los poemas proféticos, el calendario deshaciéndose, las patas perdidas y el destino inevitable; tan inevitable como que esa gota, individualizada, terminaría por desaparecer al fundirse con los millones de millones que caían fuera.

Con impotencia comprendió que así desaparecen los recuerdos, todos los momentos vividos, todas las experiencias; todo lo que Uvo y Paku vieron en su estadía en este mundo se perdería para siempre, como lágrimas bajo la lluvia.

Y todo porque él fue más débil que su enemigo.

~❁~

Ciudad Meteoro, veinte años atrás.

Aquel había sido un día muy largo. Normalmente tenía la sensación de que las noches eran más largas que los días, pero éste no acababa nunca.

Quizás era porque deseaba que terminara. En su corta vida había aprendido que mientras más se deseaba algo, más inalcanzable se volvía.

Y él quería comer.

Comer aquellos alimentos que les daban las Moscas a cambio de hacer algún trabajo para ellos y que eran entregados al atardecer. No eran deliciosos ni muy abundantes, pero ayudaban a calmar el dolor de estómago y a silenciar el hambre que rugía por ser saciada.

Es cierto que había un refugio, pero los pocos alimentos de que disponían, eran para los ancianos y los niños más pequeños. El resto debía conseguirlos por su cuenta y él ya tenía seis años, edad suficiente para trabajar.

Cuando por fin atardeció, su recompensa por todo un día de trabajo, fue una pieza de pan. La guardó presurosamente en su bolsa y fue de prisa al cementerio de autos. Asegurándose de que nadie lo veía, se metió al auto rojo para luego pasarse por la ventana y llegar al escondite que se hallaba bajo la montaña de autos.

Había alguien en el lugar, cuyo amargo llanto rebotaba entre los fierros oxidados que los rodeaban.

—¿Qué pasó? No te vi en la repartición.

Solían acompañarse para evitar ser robados.

—No... no pude hacer lo que me... pidieron... No tengo nada para compartir...

—Tranquila, Machi. Compartiremos lo mío.

Intentó inútilmente partir a la mitad la pieza de pan.

—Si lo mojamos un poco se ablandará —dijo sonriente y ella rio también.

A pesar de estar solos en el mundo, de dormir sobre los asientos viejos de un auto bajo una montaña de basura y de alimentarse de las sobras de las Moscas, ellos eran felices. Y cuando comieron después de todo un día sin hacerlo, se sintieron millonarios.

Al día siguiente, se levantaron antes que el sol y fueron en búsqueda de trabajo.

—Tú, busca la comida para los perros —ordenó la Mosca a Machi—. ¡Y cuidado con estártela comiendo! —advirtió, causando las risas de uno de sus compañeros.

Chrollo apretó los puños.

—Y tú, necesito que le lleves un mensaje a alguien —le entregó a Chrollo una carta y éste salió presuroso a cumplir su encargo.

Los días perdidos de LucilferDonde viven las historias. Descúbrelo ahora