Capítulo 5

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Bajo la fría y constante tempestad, Kirie se arrastró hasta una hendidura en las ruinas derrumbadas de un edificio y echó un tímido vistazo a sus alrededores. Estaba demasiado oscuro, sin siquiera el débil brillo de las luces de la calle. Nada se escurría a través de las sombras. Solo estaba el apaciguado tamborileo de la incesante llovizna.

Contuvo el aliento. No movió un musculo. Pero incapaz de calmar las ansiedades que lo cubrían como una sábana mojada, levantó sus ojos vacilantes, y con miedo en el corazón se arrastró de vuelta hacia la lluvia.

¿A dónde podía ir? ¿Qué refugio era el mejor? Kirie no tenía idea, solo sabía que tenía que marcharse. Esa compulsión impulsiva pullaba dentro de su cráneo.

Llevó sus inestables piernas hacia adelante, trastabilló y se cayó. Volvió a ponerse en pie, le temblaban las extremidades. No tenía tiempo de sentir dolor.

Finalmente se percató de que se estaba acercando a la Colonia. El corazón le latió desbocado. Le pesaron los hombros. Un afilado calambre perforó sus sienes. Sentía los pies mientras los arrastraba como si estuvieran encajonados en concreto. El frío lo penetró hasta el mero centro de su ser, haciendo que sus dientes castañetearan. Pero no podía descansar.

Tenía que continuar, un pie delante del otro. Tenía que poner tanta distancia como le fuera posible entre ellos.

Abrazándose a las paredes, se deslizó por los sucios y monótonos callejones.

Pero había límites que la fuerza de voluntad por sí sola no podía traspasar. Y la tempestad solo carcomía su determinación.

Trastabilló, colapsó y cayó sobre la suciedad y la basura. Su cuerpo estaba tan débil y agotado que no podía mandar la fuerza suficiente a sus piernas para volver a colocarse en pie.

Finalmente, un gemido escapó de sus labios. Como si la cuerda de su voluntad se hubiera roto por fin, las lágrimas brotaron de él en un surco que parecía interminable. Sus sollozos a lo último se disolvieron en un pequeño y silencioso hipo, como si se las hubiera arreglado para contener el núcleo de su desesperación y hubiese escupido la cascara. Miró al cielo, perdido en su gran amplitud, y gritó delirante.

—¡Alguien... ayúdeme... por... favor! No quiero morir. ¡Ayúdame, Riki!

Ceres. Extremo occidental de la Colonia. Bloque 24.

Eran casi las once cuando Riki volvió a su apartamento. Estaba empapado. El descenso en la temperatura lo había dejado helado hasta los huesos también. Su chaqueta de motociclista para el frío era impermeable, pero había absorbido suficiente agua como para convertir el azul metálico brillante de la tela en un terroso índigo. Sus viejos pantalones negros no eran la excepción. Ni tampoco su ropa interior. El frío lo penetraba hasta la médula.

Mierda, murmuró para sus adentros. El clima solo lo hacía enojar más. Quizás era su miseria lo que le fastidiaba tanto. O, era el hecho de perseguir su cola por toda la ciudad y haber sido burlado. Su materia gris se sentía como papel periódico aguado. Pero sus pensamientos eran inquietos. De todos modos, la primera cosa en su agenda era calentarse. Podía atender sus intranquilos pensamientos después.

Con labios temblorosos que se sentían como de caucho, se quitó la ropa y saltó a la ducha. El chorro caliente se sintió como un hormigueo por todo su cuerpo. Sus músculos congelados y tiritando finalmente comenzaron a ablandarse. Su rígido cuerpo empezó a sentirse humano otra vez. Tomó un profundo respiro.

Fue entonces que su teléfono zumbó, anunciando un mensaje entrante. Pensando que podía tratarse de una llamada de Guy, cerró la llave. No era una llamada telefónica sino una alerta anunciando un visitante. Y, a juzgar por el sonido, ese alguien tenía un número desconocido.

Ai No Kusabi - Vol. 3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora