Capítulo 21.

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Esa no era la primera vez en mi vida que me sentía tan asustada que apenas podía respirar.

Obviamente, había tenido mucho miedo en otras ocasiones, pero no de esa manera. En esos momentos me sentía como si todo estuviese a punto de acabar. Como si nada hubiese sido siquiera real.

Sentía como si no tuviese fuerzas como para llevar la situación por mí sola.

En el momento en el que vi a mi hermano saliendo de mi habitación dando un portazo, supe que estaba acabada. Que, fuese lo que fuese lo que tenía con Michael, tenía que terminar.

Jamás me hubiera imaginado que estaría en una situación así. Con la obligación de renunciar a todo lo que había deseado siempre.

Por eso, cuando estuve al día siguiente sentada al lado de él, en su despacho, ni siquiera supe qué decir.

Tenía que dejarle. Y eso no era una opción. Era lo que estaba obligada a hacer. Por mi familia. Porque nunca debes renunciar a tu familia.

— ¿Por qué estás tan callada, amor?

Me estremecí cuando me hizo esa pregunta. Quizá por su tono de voz o por la palabra que había utilizado para llamarme, o quizá porque en el fondo de mi alma yo sabía que esa iba a ser la última vez. Nuestra última vez.

Me tensé de inmediato, sabiendo que era el momento de contárselo. El momento de acabar con absolutamente todo de una buena vez.

— Michael, yo... — comencé a decir. Me tembló la voz, y ni siquiera fui capaz de mirarle a la cara. Mantuve mi mirada fija en el papel que tenía delante de mí, asustada de hacer cualquier movimiento brusco que empeorase lo que estaba a punto de decir.

Me sentí fatal por ser así. Por tratarle así. Porque, lo cierto era, que no se lo merecía. Se merecía a alguien que luchase por él, no a alguien que le abandonase a la primera cosa difícil que se le ponía en el camino.

— Skye, ¿qué pasa?

Sonó extrañado.

Como si realmente no conociera a la persona que tenía delante de él.

— No puedo seguir con esto — soné como si hubiese perdido cien batallas.

De repente sentí como si toda la carga que llevaba en mis hombros desde la noche anterior se hubiese caído al suelo, haciéndome sentir casi indefensa.

Le escuché levantarse de la silla, sin decir absolutamente nada. A los pocos segundos le tenía de pie, delante de mí.

— ¿Vas a dejarme? ¿Vas a dejarme otra vez? Es eso, ¿no?

Jamás le había escuchado tan vulnerable. Sonaba frágil y molesto a la vez. Una combinación que podría ser casi mortal.

Quizá nunca me perdonaría a mí misma por hacerle eso. Por dañarle de esa forma.

Me atreví a mirarle por primera vez en toda la mañana. No lo había hecho porque sino sabía que nunca hubiese sido capaz de dar el paso. Nunca habría podido pronunciar la oración que estaba terminando con todo.

Podría haberme puesto a llorar allí mismo, simplemente viéndole con esa expresión.

Lucía casi derrotado. Y, realmente, no podía culparle. Nadie es capaz de aguantar que le mareen de la forma en la que yo lo había hecho.

— Esta vez no es por mí, Michael, te lo juro. No es por nosotros. No es porque tenga miedo — murmuré, poniéndome de pie y bordeando la mesa para estar a su lado. Para poder tocarle una última vez, aunque fuese.

Él apretó la mandíbula. Apretó todo el cuerpo. Después se rió. A carcajadas. De una forma tan fuerte, que juro que sonó a través de todo el negocio.

— ¿No? ¿No es porque tengas miedo? ¿Entonces por qué demonios es? — levantó la voz, aún riéndose de la forma más irónica del mundo.

Yo miré al suelo, sintiendo poco a poco como me hacía cada vez más pequeña a su lado.

Tenía todo el derecho a ponerse así. A estar cansado de mí. De mí y de mis cambios de opinión.

— Michael, escúchame. Tranquilízate, por favor. Entiendo que te pongas así. Entiendo que me odies en estos momentos porque lo has intentado todo para que estemos juntos. Pero es mi hermano. Nos ha descubierto. Sabe que trabajo para vosotros. Y sé que si no dejo de hacerlo se lo contará a mi madre, y si ella se enterase eso podría acabar con ella.

Michael se quedó estático. Plantado en medio de su despacho, casi sin saber qué decir.

Pasaron minutos hasta que me di cuenta de que no iba a a decirme nada más. Hasta que supe que era mi momento de cumplir con mis palabras e irme de una vez de su vida para permitir que tuviese la oportunidad de ser feliz con alguien que no fuese tan intermitente como yo.

Me giré y comencé a recoger mis cosas. Cogí mi abrigo y mi bolso, despidiéndome de ese despacho. Para siempre.

— Puedo hablar con él. Puedo tratar de hacerle entrar en razón.

Sonreí sin que pudiese verme.

Me giré para mirarle, negando con la cabeza lo más suavemente que podía.

— No. Nadie puede. Ya lo he intentado — murmuré.

Cuando estuve a su lado, me puse de puntillas y rocé dulcemente sus labios con los míos, diciéndole adiós.

Él se tensó cuando nos separamos y me miró fijamente a los ojos, obligándome a quedarme ahí, admirándole.

— Así que, eso es todo. ¿Simplemente vas a huir de mí?

Me encogí de hombros, sintiendo como las primeras lágrimas comenzaban a agolparse en lo más profundo de mis ojos.

— ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Acunó mi cara con sus manos, limpiando con su dedo pulgar una de las numerosas lágrimas que ya habían comenzado a desprenderse.

— Casarte conmigo. Vivir conmigo. Tu hermano no puede culparte de nada si no vives con ellos.

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