Sin saber a dónde más acudir, el Segador se escabulló en la botica de la Dama Blanca. Angustiado por el tiempo que parecía escurrírsele por entre los dedos, recorrió los estantes del lugar en busca de un ingrediente o una poción que le permitiera contrarrestar los efectos de la Lacrima Mortem. Se conformaba con algo que le ayudara a devolverle el calor por un tiempo mientras él encontraba alguna solución más definitiva.
Entre los anaqueles había todo tipo de cosas, pero nada que le pudiera servir. Muchos ingredientes eran tan raros y únicos que solo existía un ejemplar.
Noche deseó saber para qué servía cada una de las cosas que había ahí, pero como su trabajo era únicamente el de guía, lo ignoraba. Pasó los ojos por los frascos sin descubrir nada nuevo y el miedo profundo de perderla lo volvió a invadir. Temía ser convocado por su señora solo para escuchar el verdadero nombre de Alana, que debería pronunciar en su oído si moría. No quería alejarse de ella tan rápido y pasar el resto de su eternidad buscando un asomo de su alma en cada persona que debía recoger para llevar ante la Dama Blanca.
Atormentado, recorrió los pasillos. Sabía que cada segundo que pasara en ese lugar podía significar la vida o la muerte de su amiga.
Frustrado por no encontrar nada, se dejó caer y una serie de gotas preciosas resbalaron de sus propios ojos. Apretó la máscara contra su rostro para evitar que se siguieran escurriendo, pero fue en vano.
El canto lejano del nictibio hizo que levantara la cabeza. Una sensación paralizante lo invadió y deseó que no fuera la jueza del inframundo requiriéndolo para un nuevo trabajo. Al otro lado del ventanal, el ave fantasma revoloteaba con insistencia. Cuando Noche la dejó entrar, el temor se transformó en alivio al sentir cómo depositaba el ámbar en sus manos. Luego lo colgó en su cuello esperando que su cercanía le ayudara a calmar el dolor de su corazón.
Sin perder mucho más tiempo, salió del edificio en dirección al espejo de agua más cercano.
Cuando llegó a la habitación de la bruja, la encontró inconsciente en su lecho. Le pareció extraño, algo andaba mal. Un aroma fétido de plantas podridas parecía envolverla en ese extraño sopor. Noche no entendía: si la bruja estaba en ese estado, ¿cómo había podido contactar al nictibio?
Se sentó junto a ella en la cama, tomó una de sus manos y se dio cuenta de que estaba helada. El calor de la vida se escapaba de ella más rápido de lo que esperaba.
—Veo que llegaste —Níspero lo saludó desde la puerta; se veía agotada y preocupada—, no sabía si funcionaría.
—¿Cómo es que...?
—Vi cómo ella te llamaba el otro día —respondió la mujer acercándose a él. Los ojos claros de la chica pasaban de su amiga a la Sombra de la Muerte, llenos de preocupación—. ¿Qué vamos a hacer? —preguntó sentándose a su lado y tomando su brazo. Algunas lágrimas se escurrieron de sus ojos mientras buscaba el pecho del Segador.
La Sombra de la Muerte sintió incomodidad.
—Alana ha sufrido tanto —continuó Níspero secándose las lágrimas con un pañuelo perfumado que sacó de una de sus mangas—, y ahora está agonizando. ¿Qué vamos a hacer cuando muera y nos deje a los dos solos, extrañándola? ¿Podrás soportarlo, Noche? ¿Cómo harás para llenar el vacío que dejará en tu alma su partida? —preguntó entre sollozos.
Níspero tomó una de las manos del ser, que en ese momento sostenían a las de Alana, y la entrelazó con la suya.
—Mi cuerpo está lleno de calor de vida —afirmó.
La rubia llevó su mano libre al cuello dejando al descubierto sus hombros. Un perfume extraño se desprendió de su piel, aturdiendo los sentidos de la Sombra de la Muerte, y se acercó, seductora. Noche, mareado, apretó con fuerza la mano que aún sujetaba a Alana, tratando de aferrarse a ella. Deseaba alejar a Níspero de él, pero su cuerpo no le respondía.
Cuando la hija de Clementina rozó con su cabello la máscara, pudo olerlo: el Aroma de la Hortensia estaba impregnado en ella. Era el mismo aroma fétido que envolvía a Alana y que le permitió, por un breve instante, romper el influjo del perfume con el que la mujer había cubierto su piel.
Tan rápido como pudo, se alejó de ella.
—Tú... —la acusó, tratando de reponerse, pero el aroma volvió a nublar sus sentidos.
—Mírame, Noche —insistió la mujer levantándose de la cama y caminando hasta él—. ¿Por qué no puedo ser yo? Soy mucho mejor que Alana.
La rubia continuó desnudándose frente a él, liberando cada vez más cantidad de esa esencia que lo aturdía. Con una pequeña daga que sacó de debajo de la almohada de la mortal, se hizo una cortada sutil en uno de sus dedos.
—Bebe de mi sangre y déjame ser la bruja que controle a la Sombra de la Muerte —ordenó. El Segador no respondió nada, hacía todo lo que podía para no perder la conciencia a causa del mareo que le causaba el aroma. Temía lo que podía suceder si llegaba a desfallecer—. Entonces dame la sangre de tu corazón para que yo pueda romper el Hechizo de la Hortensia que me condena.
La mujer avanzó hacia él con el cuchillo levantado, dispuesta a atacarlo. Por más de que intentaba esconderse en el velo, Noche no tenía las fuerzas suficientes para moverse. Recordó la última conversación que tuvo con la Dama Blanca y se dio cuenta de que ella lo sabía todo. ¿Por qué no se lo dijo? Así habría podido evitar lo que estaba por suceder.
—Níspero —llamó Alana desde su cama con un hilo de voz. Como pudo, se levantó del lecho y caminó a tropezones hasta su amiga.
—¿No te has muerto todavía? —preguntó la rubia con desprecio.
Se dio la vuelta y clavó la daga en el pecho de la Hija del Bosque.
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Sombra de la Muerte (Completa)(En librerías)
FantasyAlana está hechizada desde que era una niña, por eso vive alejada en el bosque. Cada vez que baja al pueblo sus habitantes la rechazan porque se sienten amenazados por su hechizo. Sin embargo, cuando ya se había acostumbrado a su vida solitaria, un...