Capítulo 9

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El alegre canto de los pájaros escondidos en los árboles del jardín acompañó las horas vacías de esa tarde apacible. Carlota, incómoda con su corsé, bamboleaba las piernas en la silla porque aún no llegaba a tocar el suelo. Tomó un sorbo de té mientras hacía lo posible por evitar las miradas burlonas de sus primas.

—Recibimos una carta del virrey —anunció su abuela mientras una de las sirvientas llenaba de nuevo su pocillo con un poco más de bebida. La anciana partió con elegancia un trozo de galleta y se lo llevó a la boca—. Pasará a visitarnos en unos días.

Las dos tías solteras de Carlota se abanicaron emocionadas.

—¿A qué se debe su loable visita? —preguntó una de ellas, tratando de disimular su interés—. El viaje es muy largo desde Cartagena.

La abuela la observó por unos instantes, severa.

—Los rumores dicen que lo ascenderán a capitán general de los Reales Ejércitos, pero no será todavía. Acaban de tener una importante victoria en contra de los ingleses.

Roberta, la prima rechoncha de Carlota, empezó a patearla por debajo de la mesa. Los primeros golpes los erró, pero el tercero le dio de lleno en la canilla, causándole dolor. La niña hizo lo que pudo para no demostrarle a su prima que el golpe la había afectado, por eso tomó una de las frutas picadas que había sobre la mesa y la comió.

—Pero si no lo van a ascender todavía, ¿cuál es la razón de su viaje? —preguntó la misma tía.

Su hermana, una mujer con el rostro alargado y la quijada prominente, rio suavemente mientras se abanicaba.

—Tendrá asuntos que resolver en la capital... no es de nuestra incumbencia, Dominica —dijo.

La aludida la observó con displicencia.

—Los asuntos del virrey son de mi interés —respondió.

Elizabeth, la hermana de Roberta, que estaba sentada al lado de Carlota, tomó uno de los trozos de melón partidos en cubos y luego abrió el vestido de Carlota por la espalda y lo depositó ahí, haciendo que la fruta se pegara entre la tela y la piel. La Ojos de Bruja se estremeció pero tampoco dijo nada, solo dejó escapar una risita nerviosa.

—¿Te gusta, niña maldita? —se burló Elizabeth entre susurros. Con uno de los tenedores de plata, pinchó otro cubo de melón y se lo llevó a la boca.

—No me digas que planeas desposarte con él, no aguantarías ni medio año como comendadora de la Orden de Santiago —continuó su tía.

—Estamos lejos de España, hermana.

—¿Y crees que los conventos fueron construidos para decorar? Mejor cásate con el francés y vive una vida holgada como la que te gusta tener.

La abuela carraspeó haciéndolas callar y se produjo un silencio incómodo. Andrea, la Mamá de Carlota, tan solo se dedicaba a observar el paisaje sosteniendo su cabeza sobre la mano, que reposaba en la mesa. No se daba cuenta de que las dos hijas de María Ignacia acosaban a la suya. Roberta volvió a arremeter con sus golpes debajo de la mesa.

Esta vez Carlota no aguantó y se levantó, causando que sus familiares la observaran brevemente.

—Ya volvió a darle otro ataque a la rarita —dijo por lo bajo la tía de cara alargada a las dos primas y las dos niñas rieron. Carlota hizo como si no hubiera escuchado nada y se alejó por el jardín.

Ahora que ya no escuchaba las voces de sus familiares se sentía más cómoda. Observó de reojo por si la habían seguido y, al darse cuenta de que estaba sola, se tranquilizó.

Caminó durante un largo rato entre la naturaleza. La propiedad de su familia era tan grande que podría tardar más de un día recorriéndola a pie. Deseaba quitarse el corsé que le aprisionaba el pecho, le dificultaba la respiración y no la dejaba moverse bien. Aún no tenía edad para usarlo, pero su abuela y sus tías insistían en que lo vistiera, al igual que sus primas.

Por el rabillo del ojo observó un resplandor y volteó la cabeza pensando que no lo iba a encontrar de nuevo, pero ahí seguía. Le pareció extraño verlo a pleno día.

Unos segundos después, el resplandor empezó bambolearse de un lado a otro cerca del jardín desprendiendo un suavearoma a azucenas de su luz . A Carlota le dio la impresión de que quería que lo siguiera, pues, cuando se acercó, el fulgor empezó a alejarse lentamente.

Al comienzo la niña lo dejó marchar, pero volvió a buscarla.

Carlota lo siguió durante al menos media hora hasta que llegaron a un claro y ahí el resplandor tomó forma humana.

Era Rosalía.

—Supuse que serías tú —dijo la niña acercándosele para saludarla—, tenías el mismo aroma que el día que nos conocimos.

Rosalía no respondió, pero caminó hasta Carlota y, con una de sus manos traslúcidas, le tocó la frente. La niña sintió cómo el aire se agitó a su alrededor y el suelo tembló, aunque solo para ella.

Cuando se dio cuenta, estaba nuevamente en el bosque, sin embargo esta vez no estaba sola. Era de noche y una docena de personas con el rostro cubierto por una máscara de ciervo la rodeaba. Carlota sintió miedo, pero pronto descubrió que no podían verla. A su lado, Rosalía señaló a una joven de cabello rojo que estaba hincada frente a una anciana. Era la misma mujer de la pintura de su madre.

La pelirroja tenía un gran parecido con Alana, pero no era ella, era Rosalía en su juventud.

La anciana tenía una corona hecha con las ramas de algún árbol que Carlota desconocía y se alzaban hacia el cielo imitando la cornamenta de un ciervo. Se veía imponente. Con solemnidad, la retiró y la dejó sobre la cabeza de Rosalía.

—¡Salve la nueva reina de la hermandad, la bruja principal! —dijo ayudándola a levantarse.

El grupo de enmascarados se arrodilló, repitiendo las palabras de la anciana.

—¿Eras una bruja? —preguntó la niña al resplandor y Rosalía asintió, así que Carlota hizo una nueva pregunta—: ¿Alana también es una bruja?

Rosalía señaló nuevamente hacia el frente.

Otra vez era de noche, pero ahora solamente estaban la anciana, Rosalía y Clementina. Las dos jóvenes estaban embarazadas.

—Ambas cargan en su vientre a una Hija del Bosque, una niña concebida durante el aquelarre del Tercer Rito—dijo la anciana—. Algo que no había sucedido en generaciones... Solo una de ellas será la próxima bruja principal.

Se escucharon pasos cerca de Carlota, la visión se diluyó y Rosalía desapareció.

—Señorita Carlota —la llamó su aya—. Me dio un susto, por poco no la encuentro. —Se detuvo para tomar aire—. Venga, su madre pregunta por usted.


Sombra de la Muerte (Completa)(En librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora