La entrada de la biblioteca estaba iluminada por una serie de candelabros perennes. Como Sombra de la Muerte, Noche había recorrido ese pasillo muchas veces. A veces solo, como en ese momento, y otras veces acompañado por las almas que escoltaba hasta su señora. Al otro lado de la puerta, la Dama Blanca los esperaba custodiando sus dominios atemporales.
El Segador abrió la puerta.
Su ama, vestida completamente de blanco, estaba tumbada en un sillón de terciopelo carmesí con un libro en las manos. Un sombrero lleno de naturaleza muerta decoraba su cabeza y un delicado velo blanco cubría su rostro cadavérico.
—Mi señora —saludó la Sombra de la Muerte, hincándose de rodillas.
La mujer se tomó el tiempo para terminar de leer la hoja que había empezado. Después de eso, levantó la mirada para saludar al recién llegado, se puso de pie y caminó hasta él.
—Leí lo que sucedió —dijo con cariño maternal mientras su sirviente se levantaba nuevamente.
El ser se retiró el anillo de ónix de la mano, donde aún permanecían encerrados los fantasmas, y se lo entregó a la jueza. Ella lo tomó con dedos huesudos y se quedó observándolos por un momento: dentro de la gema, las presencias luchaban por liberarse.
—Usted sabrá mejor qué se debe hacer con ellos —afirmó el Segador inclinándose de nuevo.
Con una señal de la mano, la Dama Blanca le recordó que, en ese momento, tanta formalidad no era necesaria.
—Lo que más me llama la atención —dijo acercándose a él— es lo que te sucedió a ti.
Estiró la mano hasta el rostro del ser y con cuidado retiró la máscara. Incómodo, él permaneció inmóvil.
—Ahora eres corpóreo... —dijo ella tocando con suavidad la piel de su rostro y Noche sintió los dedos helados de la mujer sobre su piel— y además tienes un nombre.
—Si está mal puedo olvidarlo... —empezó a decir, pero la Dama Blanca lo detuvo.
—Tus ojos... —advirtió. A través del velo que cubría su rostro, la Sombra de la Muerte pudo sentir su mirada de abismo—. Tienen la energía del eclipse en su interior.
—¿Cómo podría ser? —preguntó él aún más confundido por todo lo que sucedía—. Soy un espiritual condenado.
La Dama Blanca retiró la mano del rostro de su sirviente y, con la máscara aún en su poder, dio media vuelta y caminó hasta el sillón de terciopelo con el porte de una reina. Se quedó observándolo por un momento, pensativa, antes de sentarse de nuevo.
—Hay cosas que nunca podremos comprender —dijo acariciando su barbilla—. Solo tendremos que esperar para ver qué es lo que quiere el creador.
Jugueteó con la máscara en sus dedos antes de dejarla sobre su regazo.
Sus manos alargadas tomaron el libro que había dejado en la mesa de madera, al lado del sillón. Noche observó cómo nuevas páginas se añadieron al final, haciendo que el texto aumentara de tamaño.
—Por el momento tendremos que dejar tranquilo al joven amo la mujer hojeando las nuevas páginas—. Al evitar que te lo llevaras durante el eclipse, la niña Ojos de Bruja alargó su vida.
—¿Quiere decir...? —preguntó la Sombra de la Muerte.
—Sí —asintió—, su historia se acaba de reescribir —explicó volviendo a poner el libro sobre la mesa y con la mano señaló la enorme estantería detrás de ella, haciendo que la Sombra de la Muerte levantara su mirada para observarla mejor; parecía no tener final—. Y junto a la de él, la de muchos otros.
—Entiendo —respondió el ser.
Con un gesto de la mano, la Dama Blanca le pidió que se acercara y él obedeció. Una vez estuvo cerca, tomó la máscara de su regazo y con un toque de su dedo índice, un hilo transparente salió de ella.
—Ahora tienes un rostro y también tienes un nombre — extendiendo la máscara para ponerla en su lugar. Al hacerlo, el hilo se amarró, asegurándola al rostro de la Sombra de la Muerte—. Como no tengo ningún otro encargo para ti, deseo que visites a la bruja del pastizal. Debe haber una razón por la que el creador te llevó hacia ella. Trata de encontrarla —ordenó—.
La Sombra de la Muerte se inclinó ante su señora.
—Noche... —dijo la Dama Blanca y él levantó el rostro—. Parece que ya te estás acostumbrando a tu nombre —observó.
—Lo lamento —se disculpó el Segador.
—Está bien —respondió ella sin darle mucha importancia. Luego continuó—: El tiempo en el mundo mortal trascurre diferente al nuestro, la bruja no estará en el mismo lugar en el que la dejaste.
La Sombra de la Muerte se despidió de la Dama Blanca.
Antes de marcharse, pudo ver cómo, con un movimiento de la mano, su señora levantó el libro que tenía sobre la mesa y lo movió en dirección a la biblioteca. El objeto se perdió en la inmensidad de las repisas. A su vez, otro libro similar salió de su lugar y descendió hasta las manos de la jueza.
Cuando ella lo abrió, a Noche le pareció que de sus hojas se desprendía el aroma a cedro de Alana.
***
Los colores en el reino terrenal visible, el lugar donde habitan los humanos, eran mucho más brillantes que los del inframundo. Al Segador le gustaba eso, tal vez el contraste al viajar de un lugar al otro era lo único que disfrutaba en su existencia eterna y monótona, así como el canto de las aves, pero no siempre podía disfrutarlo.
Cuando levantó la capa sobre su cabeza y se encontró al otro lado del velo, inspiró profundo, llenando sus pulmones de los diferentes aromas exóticos cargados de vida que le daban la bienvenida y que auguraban un día soleado.
Sobre el cielo del amanecer, un nictibio, también conocido como ave fantasma, sobrevolaba sobre su cabeza. Era su compañero, un espíritu asignado por su ama para acompañarlo y comunicarse con él.
El ave se paró sobre su hombro y picoteó cariñosamente al aire antes de levantar nuevamente el vuelvo.
Noche se dejó extasiar por la belleza del jardín cercano antes de obedecer su orden de buscar a la mortal cuyos tonos cálidos de cabello seguían reproduciéndose en el fondo de su mente y dándole un poco de color a los rincones del negro profundo de su eternidad.
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Sombra de la Muerte (Completa)(En librerías)
FantasyAlana está hechizada desde que era una niña, por eso vive alejada en el bosque. Cada vez que baja al pueblo sus habitantes la rechazan porque se sienten amenazados por su hechizo. Sin embargo, cuando ya se había acostumbrado a su vida solitaria, un...