Una vez más el tedioso ruido que emitía el despertador se extendía por todo el departamento de Claudia. No le quedó otra opción a su subconciente que despertar. Estaba cansada. La noche anterior había dormido poco y nada, ya que a la mitad de su noche, despertó alterada tras haber tenido una horrenda pesadilla. Soñó que se encontraba parada e medio del asfalto mojado (ya que había llovido en el sueño, al parecer). De su espalda salían mágicamente unas alas negra enormes, que cási la cubrían por completo. Éstas opacaban el brillo del sol, también. Al verlas, sintió una especie de ansiedad por moverlas. Pero no pudo. Se desesperó ante este hecho, y por una extraña razón, comenzó a correr lejos de allí. Justo al momento en que pudo hacer el mínimo movimiento con sus impetuosas alas, llegó un auto de improvisto y la arroyó de pronto, haciéndola despertar sin aire. A la mañana siguiente lo recordó tán real, que tuvo que revisarse dos veces su delicado cuerpo para afirmar que no había sido atropellada en la realidad.
Para despejar los fantasmas latentes de la madrugada pasada se preparó un café bien cargado, de esos que su madre tomaba siempre en situaciones tensas, mientras ordenaba las cosas de su cartera. Y por si algunos se preguntaban, no, no había podido dejar de pensar en la joven y bella taxista. El color del café matutino le recordó mucho a sus ojos eufóricos y brillantes. En ese preciso instante, tuvo un destello de inteligencia y miró el reloj que colgaba de la pared blanca de su cocina. Eran las seis y cuarto am. "Si salgo exactamente a la misma hora que ayer, quizás el misterioso destino me juegue una buena pasada y me cruce en su camino otra vez" pensó con una luz de esperanza que se expandía dentro suyo. Sabía bien que probablemente esto no pasaría, pero era optimista. Siempre lo fué.
Se cambió de ropa cual niño antes de ir al zoológico y con un tacto torpe y nervioso cerró la puerta de su depto. Juan, el viejo hombre que vivía en el depto de al lado, se contagió de su repentina alegría y la saludó con una amplia sonrísa mientras sacaba la basura. A Claudia le extrañó el efecto de contagio de felicidad, cómo si su alma se hubiera encargado de regar con sus sentimientos a todo el edificio. Se sentía como una adolescente que estaba a punto de entrar al recital de su banda preferida.
Ya llegando a la misma esquina donde tomó ayer el taxi, suspiró hondo. No debía hacerse muchas ilusiones. Pero exactamente a las seis y cuarenta y dos de la mañana, un taxi se acercó a Claudia. Una sensación hermosa creció dentro suyo al ver los colores vivos del amarillo y el negro que lo recubrían. Dudo un momento en si subirse o no, ya que no quería decepcionarse otra vez. Finalmente se subió y lo primero que hizo luego de dejar la cartera (esta vez mas delicadamente) a su lado en el asiento trasero, fué mirar al espejo retrovisor. Encontró la sonrísa cálida junto a los hoyuelos pícaros en la bronceada piel del rostro de la joven que tanto esperaba encontrar. Le dedicó una sonrísa sincera.
-Buen día ¿Al mismo lugar que ayer?
Claudia se sorprendió al oírla. Quizás ella también la recordaba después de todo. Claro que no de la manera obsesiva y rozando lo psicópata como Claudia lo hacía, pero sí se acordó de su viaje.
-Si, ahí vamos de nuevo.
La taxista soltó una pequeña risa y arrancó el motor. Claudia la miró de nuevo por el espejito del conductor y se admiró por su extraña belleza. Para disimular, miró el cielo azul de la Ciudad a través de la ventana. El sol brillaba casi por completo en ese miércoles de noviembre.
-¿Es un día hermoso, no es así?
Nuestra joven levantó curiosa la mirada y asintió brevemente con la cabeza. "Vamos Claudia, decí algo..." se retó a ella misma.
-Claramente sí. ¿Vos sos de acá?
La peor pregunta que alguien podía hacer en ese momento, la hizo descaradamente Claudia. La taxista asintió y le dedicó una mirada amable por el vidrio del espejito.
-Soy de San Telmo, trabajo todas las mañanas acá.
Nada mejor que ese dato para la sedienta mente de Claudia. Si trabajaba todas las mañanas ahí, todas las mañanas tenía una mínima chance de verla. El viaje pasó más rápido que el anterior mientras mantenían una breve conversación. Antes de bajar, luego de pagarle el viaje, Claudia se detuvo con un pie dentro y el otro afuera del vehículo. ¿Y si le preguntaba su nombre?
-Disculpa, me gustaría saber tu nombre.
La joven la miró por el espejito mientras guardaba el dinero en el maletero.
-Miranda. ¿El suyo?
-Claudia. Me llamo Claudia.
Luego de hacer esto, ella sonrió. Se dedicaron una última risa y el auto arrancó, dejando a nuestra joven parada en la calle con una felicidad que abundaba su cuerpo. Ella entró felíz y con una sensación de plenitud a la oficina. Los empleados la saludaron felices también, contagiados por su hermoso estado. El mundo brillaba para ella ese día. Pareciera como si incluso, no le molestara en absoluto la rutina. Era tan extraño que, de un día para el otro, ese profundo odio hacia los días monótonos, se fué disminuyendo con la aparición de Miranda. Y eso que sólo la había visto dos veces en su vida. Para Claudia, eso era raro. A ella le costaba muchísimo confiar y encontrarle la belleza a la gente y jamás se había obsesionado con nadie. Pero desde el martes nueve de noviembre de dosmilcatorce, todo había cambiado (para bien, suponía ella) en su aburrida vida.
Luego de la oficina, no se quejó en tener que ir a rendir un examen en la facultad. Salió victoriosa para allá. Ella estaba estudiando contaduría en la UBA. Era muy inteligente, y no le costaba para nada. Mientras entraba a la imponente universidad, recordó a Miranda. Sonrió.