prólogo

600 46 27
                                    

PRÓLOGO:

Buxton(Inglaterra), 1853

- Eres demasiado delicada.

Siempre la misma historia. Era demasiado delicada para salir a montar a caballo, era demasiado delicada para ir sola a la ciudad, era demasiado delicada para plantar rosales en el jardín. Era demasiado delicada para todo. Su padre la tuvo entre mullidos cojines desde su tierna infancia pensando que era lo mejor para ella. Se equivocó. Lo que más deseó siempre fue correr por el campo con los pies desnudos y levantándose la falda por encima de los tobillos (por muy escandaloso que sonara). Quería poder levantarse y salir a desayunar en camisón porque no le apetecía cambiarse de ropa. Era una experta manejando armas de fuego. Sin embargo, su padre siempre la vio como una muñequita de porcelana y su marido la veía exactamente igual.

Sabía cómo iba a continuar el discurso. Le diría que era una criatura de Dios débil y sensible que necesitaba del cuidado de un hombre para no caer en los pecados del vicio y la lujuria. Una joven dama, noble y pura, con una estructura ósea demasiado delicada y una imagen que mantener. ¡Qué sabría él! Tan solo era un burgués que había aspirado a ser conde casándose con ella. La única razón por la que trataba de retenerla, era porque sabía que ella era salvaje e indómita.

- Kagome eres una criatura de Dios débil y sensible que necesita la protección de un hombre.- continuó tal y como ella predijo- En este caso, yo, tu marido.

- Tan solo pretendía dar una vuelta a caballo.

- Podrías caerte y romperte ese bonito cuello.- insistió- Ambos sabemos que no eres una buena amazona.

¡Eso era mentira! Aunque claro, ¿cómo iba a saberlo si se negaba a mirarla con sus propios ojos para comprobar que aquello era una falacia? Deseaba con todas sus fuerzas gritarle para que supiera hasta qué punto estaba equivocado pero, ¿conseguiría algo aparte de recibir una buena tunda? No sería la primera vez que la golpease. Ese desgraciado se aprovechaba de su posición como hombre para hacerle tragar toda su pedantería. No podía llevarlo a las autoridades, nunca la creerían. Su padre prácticamente la vendió para pagar sus deudas y eso que juraba adorarla y desear lo mejor para ella. Y su único amigo en la vida, el único hombre al que jamás había amado, se fue a la guerra dos años atrás y todavía no había regresado.

Toda su vida era un desastre y a pesar de ello sabía que tampoco vivía tan mal. Ella, por lo menos, tenía comida, una casa donde vivir, los mejores ropajes, las mejores joyas, sirvientes. Sin embargo, ¡no era suficiente! ¿Por qué una mujer tenía que conformarse con tan poca cosa? ¿Por qué tenía que vivir subordinada a un hombre? Y sobre todo, ¿por qué tenía que permitir que la golpeara un hombre al que podría echar de su casa de un puntapié?

- No me estás escuchando, Kagome.

- Claro que sí, conde.

Casi se atragantó al pronunciar la palabra "conde" para referirse a su marido. Tenía que llamarlo así porque él se lo había ordenado, pero ella en sus adentros se negaba a concederle jamás semejante título. Ella era la única y verdadera condesa en esa casa.

- Mañana vendrá a revisarte un médico de mi confianza, Kagome.

Otro maldito médico. Llevaban un año entero casados y aún no había podido darle un hijo a su marido. En un rincón oscuro de su mente saltaba de alegría por no engendrar un niño de semejante bribón, pero en su corazón, lloraba de tristeza. Si no podía darle hijos a ese hombre… ¿No podría dárselos nunca a nadie? ¿Era estéril? ¿Por qué el mundo era tan injusto? Además de ser obligada a contraer matrimonio con semejante esperpento, cuyo único fin en la vida era hacerle sentir desgraciada, se le negaba la capacidad de reproducirse, la maternidad. La vida no era justa.

- No tienes nada de qué preocuparte, Kagome.- le aseguró- No me enfadaré si eres yerma.

¡Pero ella sí! Él sólo pensaba en sí mismo, nunca pensaba en ella. ¡Diablos! ¿Cómo iba a pensar en ella un hombre que no dudaba en quitarse el cinturón para darle una dolorosa paliza?

- De ser así, ¿qué ocurrirá entonces, conde?- se aventuró a preguntar.

- Nada. Disfrutaremos de nuestra posición privilegiada sin el deber de tener que transmitírsela a nadie tras nuestra muerte.

A él le daba igual tener hijos o no. El título y las tierras de los Higurashi ya eran suyas. También tenía a tantas rameras como deseaba por las noches, en esa taberna a la que creía escaparse a escondidas de su esposa. No es que le importara. De hecho, prefería que se acostara con esas rameras y la dejara a ella en paz. Rameras. No le gustaba llamarlas así. Esas mujeres debían dedicarse a esa profesión por algo, seguro que eran mujeres que se sentían desgraciadas y sucias. La vida sí que debía haberlas tratado mal a ellas.

- Yo deseo tener hijos, conde.

- La vida no es perfecta, Kagome.- se acuclilló ante ella- Sé que estás acostumbrada a tener todo cuanto deseas, pero hay cosas que ni el dinero puede comprar.

¡Bastardo sin sentimientos!

- ¿Y si es usted quien resulta ser estéril, conde?

El golpe no se hizo de esperar. Su mano ascendió, formando un arco perfecto, y abofeteó su mejilla izquierda. Dolorosa, rápida, ruidosa. Empezó a arderle la mejilla y sintió como las lágrimas de rabia se apelotonaban en sus ojos. Si esa sociedad fuera diferente, si sólo pudiera devolverle aquel golpe… Y tampoco lo haría porque ella no era como él. Se consideraba mejor.

- Espero que no vuelvas a pronunciar semejante blasfemia, Kagome.

Naraku se levantó y le dio la espalda para dirigirse hacia la puerta de la biblioteca, donde tenía pensado abandonarla por el resto del día.

- Te recuerdo quien manda aquí, Kagome.- le lanzó una sonrisa sardónica desde la puerta- Tú tan solo eres una débil y delicada mujer.

¿Débil? ¿Delicada? ¡Y un cuerno!

Tan rápido como la puerta se cerró, se levantó y empezó a dar vueltas por la biblioteca como si se tratara de un animal enjaulado. Estaba harta de que la controlasen, de que le dijeran cómo se suponía que tenía que hablar, comportarse y pensar, de que la golpeasen y no tuviera derecho a defenderse. Y todo eso que le estaba sucediendo a ella, le sucedía a millones de mujeres en todo el mundo a diario. Ya iba siendo hora de que alguien luchara por los derechos de las mujeres, de que alguien velase por su seguridad e intereses. ¡Era hora de cambiar el mundo!

Puede que sólo fuese una y que sólo pudiese alcanzar a su pueblo, pero se ocuparía de que ninguna mujer en ese pueblo sufriera lo mismo que ella o algo peor. Las protegería aunque tuviera que hacerlo desde la oscuridad y desde el anonimato. Naraku se tragaría sus palabras porque acababa de surgir el único y auténtico defensor de las mujeres: el caballero del crepúsculo.

Si les enseñaba a las mujeres a defenderse y a acostumbrarse a esa libertad de la que los hombres también gozaban, llegaría la oportunidad del sexo femenino y aún en la pobreza, merecería la pena.

ɛʟ ƈǟɮǟʟʟɛʀօ ɖɛʟ ƈʀɛքúֆƈʊʟօ |•INUYASHA•|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora