Incompleto

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El silencio fue tu mejor respuesta.
Aquella tarde supe lo que realmente sentías. No porque lo hayas dicho, sino el mero hecho de no haber respondido fue suficiente como para haberme dado cuenta. Recuerdo que te encontré por la mañana, no por casualidad. Había esperado ese momento. Sabía que el salir contigo, al fin solos, iba a ser el inicio de un plan para confesarme. Ese día creí que todo salía viento en popa. Tenía planeado únicamente los lugares en los qué comer y terminar la salida. Sabía por experiencia que no me serviría de nada planear mis palabras.

Te presentaste con un vestido negro. Ese que deja ver tus piernas lo suficiente como para perder el aliento. Y botas con tacón, las que nos dejan a la altura justa de los ojos. La boca se me había resecado cuando te vi a la distancia. Ese trago de saliva me costó la vida entera, ya que casi me ahogo cuando te saludé. Tu perfume, ese que es como oler fresas por la mañana en una pastelería, me dejó mareado. Tuve que contener mis ganas de morderte para averiguar si no estabas hecha de pastel. Caminamos por las calles del centro. Las casas se pintaban de rojo, y pensando que eran tus labios, mordí el viento que se arremolinaba detrás tuyo. Aprovechando el calor que caracteriza a nuestra ciudad fuimos por un helado. ¡Qué casual y novedosa sonaba la idea de tomar un helado contigo! Como si a nadie en el pasado se le hubiese ocurrido. Pero cuando con una sonrisa aceptaste la propuesta, me sentí como el mayor inventor que hubiese existido.

Mientras caminábamos y en la plática sin sentido, hubo un momento en que nuestras manos chocaron. No fue algo planeado, sólo una de esas casualidades que pueden sonrojar a cualquier persona por haber sido un contacto diferente al habitual. Recuerdo la tensión de mi cuerpo y los vellos en mi nuca se erizaron en espera de tu respuesta. El pensamiento automático "¿Qué hará?" fue inevitable y cuando voltee pude ver como habías recogido tu mano, pegándola a tu cuerpo con ayuda de la otra. Dejé pasar esa señal tan clara, esperaba estar malinterpretando. Pasadas las 3 de la tarde, fue el momento de comer. Durante el tiempo que esperábamos, te recogiste el cabello y sonreíste. En ese momento pensé en apartar la mesa que estorbaba, tomar tu cintura y de un parpadeo responder qué es arte. Callar a los poetas. Mostrar a escultores como hacer una estatua usando solo las manos en tu cintura. Enseñarle a cantar a Pavarotti. Explorar selvas y descubrir hombres pájaro y mujeres gacela. Ralentizar el tiempo con tus ojos y detener el corazón con tus labios. Entender porqué el corazón se detiene un milisegundo cuando tu mirada tropieza con la mía. Hacer magia. Pero me hablaste de algo diferente y ese universo en mi cabeza se quebró para ponerte atención. Sólo alcancé a sonreír. Y a falta de algo más que decir, me dispuse a comer el plato que estaba enfriándose enfrente de mi. Antes de pedir la cuenta, soltaste un suspiro acompañado de un "no sé". Quise averiguar a qué te referías, qué era lo que no sabías. Pero no contestaste.

A medida que se acercaba la tarde, sabía que empezaba a ser el momento de buscar un lugar donde pudiera tener mayor facilidad de hablar sin distraerme. En la caminata encontramos un parque al pasear entre callejones. De esos que le devuelven el verde a una jungla de pavimento gris. Solamente había unos cuantos ancianos que, a paso lento hacían un probable recorrido de memoria con la esperanza de volver a sentir el viento desordenando su cabello ahora desaparecido. Al imaginarme esa situación no pude evitar reír. Volteaste a preguntar porqué de pronto había empezado a reír. Quizá era la adrenalina, o era el verte de frente, tapando la luz del sol que se quería ocultar lo que me hizo ver lo que tanto me gustaba de ti. Como la luna, eres capaz de atrapar cualquier brillo y transformarlo en algo tuyo. Los rayos que se colaban entre los árboles te daban un efecto de tener una aura dorada. Combinaban perfecto con tu piel. Por primera vez pude adentrarme en tus ojos, que negros como el carbón, anuncian una noche de estrellas ocultas por grandes nubarrones que se instalaron en tu frente a modo de cejas. Y como buen astromántico, uní las constelaciones que se juntaban entre las comisuras de tu boca y frente para dar con una constelación en forma de flecha que apunta a tu boca. Con esa imagen en mente, pude tomar el valor suficiente para invitarte a sentar en una banca en medio del parque. Envalentonado por una tarde que me invitaba a averiguar como se verían mis labios impregnados de tu labial rojo, y que olor tendría tu aroma mezclándose con el mío.

Empecé a sudar frío en las manos. Tú no lo notaste. De pronto era como si el mundo hubiera sido reducido a un cuadro de unos cuantos centímetros, esos que me estorbaban para llegar a tu cuerpo. Junté mis manos en un intento desesperado de conseguir un poco de calor antes de empezar. Tú estabas distraída viendo un cachorro que perseguía a su humano. Tropecé con mis propias palabras antes de empezar. Se trabaron en mi garganta y lo que salió podría haber sido considerado como mi entrada a la pubertad. Carraspee para intentar recobrar el brío en la voz. Y empecé a hablar, con la lentitud que caracteriza al que intenta no equivocarse con sus palabras. Tú escuchaste con atención. Creo que ya sabías lo que iba a decir. Cada palabra que decía, parecía que fuiste capaz de predecirla sin esfuerzo alguno, pues una vez que empezaron a brotar tu sonrisa se desdibujó para dar paso a unas manos que intentaban cubrir un sentimiento que no fui capaz de identificar. Ya conocía ese gesto. Cientos de veces lo había visto antes, pero pensé que era la única ocasión en la que podría tener la oportunidad catártica de decirte lo que siento. En el fondo esperaba equivocarme. Que de un momento a otro en tus ojos se iluminaría la estrella polar, y tu nariz diese un resoplido intentando ocultar el alivio y esperanza. Pero nada de esos sucedió. Para terminar mi discurso roto, entre tartamudeo y temblores alcancé a decir "megustas". Todo junto y rápido.Parpadeaste dos veces y el silencio se hizo presente. Aquellas risas de hace unas horas parecían haber desaparecido en años. No fuiste capaz de decir nada. Comprendí que el tiempo es en efecto, relativo. Todo lo que había al rededor se ralentizó. Podría jurar que ese juguete caído de las manos de un niño que corría, tardó años en caer y romperse. Hasta fui capaz de contar cada uno de los aleteos que dio el colibrí que volaba a tu lado. Porque aún en tu silencio, sabía que eres como una flor. Pues al final, no eres de nadie, más que de ti misma. En ese momento sentí que había envejecido 10 años. "Eso es todo lo que tenía por decir", mascullé. Y derrotado alcancé tener el tino de admitirme vencido con una simple pregunta "¿Nos vamos?". Bajaste la mirada y te levantaste.

Empezamos a caminar hacia la parada de autobuses. El regreso estuvo acompañado de silencio, como un antónimo de las sombras que se proyectaban del ruido que causamos cuando nos reunimos. Al acercarnos, pude escuchar como algo a lo lejos se rompía. Algo que jamás iba a ser lo mismo. Y ambos lo sabíamos. Llegamos caminando a paso lento. Una pareja hacía tiempo y dejaba escapar cada uno de los camiones que les separarían. Eran incapaces de soltarse. Su abrazo era sempiterno. El cielo oscurecía y las farolas se encendieron. En el peor momento pude verte con poca luz. Me fue imposible no sentir sed al verte. Con hambre de gritar, de no admitir mi caída. Abrazarte y quizá atrapar en mi un poco de ti. Pero sabía que no valía de nada. La decisión estaba tomada. Agradezco que mis ojos no sean perfectos, pues tuve la oportunidad de verte como al arte. Tú primero y el fondo desenfocado. El camión que necesitabas no tardó en aparecer. Nos despedimos de lejos y sacudiendo la mano. Un adiós en la boca y un beso susurrado, atrapado en el aire. Subiste los escalones y pagaste tu pasaje. En ese momento volteaste, dudaste por un segundo y alcanzaste a decir "No sé, a veces creo que tú a..." y el camión arrancó. Sin dejarme oír y quedándome por siempre con la duda de qué podría haber sido lo que terminaba esa frase.

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