Lluvia

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La ciudad tiene una particularidad cuando llueve, y es que cada vez que el cielo se pinta de gris y las nubes pesan tanto que no pueden consigo mismas, llegando a la conclusión que caer sobre la ciudad es la mejor opción; se inunda. Es algo que todos los que vivimos aquí sabemos. Por eso cuando vemos el anuncio de lluvia, rogamos que las calles no se cierren debido a la corriente que podría estar considerada como un río temporal.

Yo, en lo personal no me quejo de que llueva. Es más, hasta lo celebro. Desde que era niño y vivía en una metrópoli mucho más grande, amaba ver como la lluvia caía sobre las ventanas de los edificios. Pegaba el rostro a la ventana y jugaba con el vaho que salía de mi boca. Me divertía el ver que las personas se abrazaran a si mismas, apretando los brazos al cuerpo. Resignadas a empaparse y no encontrar refugio. Esta costumbre se me quedó hasta el día de hoy. Quizá ya no vea la lluvia a través del cristal en el coche de mis padres, sino que ahora es a través del cristal rayado de un autobús, en el que pienso cómo llegaré a casa sin mojarme tanto. Para poder distraerme, me dispongo a observar a las personas que caminan entre las calles y la lluvia. Descubriendo que hay una sensación de que la lluvia limpia las calles de una modernidad imparable y vertiginosa, para empezar a recuperar su aspecto original. Llenas de fantasmas de personas que caminaron en esos mismos lugares. Historias quizá ya olvidadas de parejas que encontraron compañía al tomarse de la mano, o de niños que se sorprendían por el aspecto de las casas que aparecían frente a ellos. Recuerdos que están en sintonía con las personas que ahora intentan abrigarse del clima.

De entre todas estas personas y memorias, a veces puedo ver algunas que resaltan de las demás. Esas que se lanzan a la lluvia y le abrazan como si fuera una vieja amiga. Otras que bailan y chapotean, importándoles poco la ropa o si mañana despertarán estornudando. Las ya clásicas parejas que, en un intento de sentirse en una película sesentera, chocan con una farola y se besan, dando una escena que Kubrick y Nolan desearían poder filmar, por más pequeña que sea. Algunas más, corren y saltan sobre un charco, se detienen, sonrientes y buscan otro en el que saltar. Juegan a ver quién salpica más, aunque estén solos. Son de esas personas que parecen conocer cada gota como a un familiar y dejan que recorra su cuerpo en un abrazo frío, pero más que conocido.

Es entre estas ensoñaciones, que llega a mi mente la visión de una mujer en específico. Alguien que no he visto en lo que se antojan años. Y eso que no la he encontrado en tan sólo unas horas. Es una joven que está en sus veintitantos, alta como sólo ella, unos ojos grandes que guardan constelaciones enteras en ellos. Una sonrisa adornada por hileras de metal, como si fuera una valla que preserva algún tipo de obra de arte que ha de ser admirada en un futuro. Camina lento, con el pensamiento en algún otro lugar del globo, intentando matar el frío con el humo de un cigarrillo que lucha por no encontrarse con las gotas de lluvia y encontrar su muerte al ser apagado abruptamente. Observa pasiva, cómo las calles se inundan e impiden el paso al lugar donde pasa el camión. Baja la mirada y escudriña en la oscuridad para poder distinguir la hora en su reloj. Con recelo observa las manecillas que anuncian lo tarde que es. Sabe que será imposible alcanzar el autobús. Por lo que será, asimismo, improbable que pueda llegar seca a su hogar. Sus botas favoritas se han arruinado y tendrá que ponerlas en su alfeizar, intentando secarlas. Sonríe. Una excusa para poder usar tacones.

En ese momento, me imagino mirando por la ventana y reconociéndola a lo lejos. Levantándome de un salto y correr a pulsar el botón que indica mi bajada. Tropezarme con las personas y salir impulsado del camión aún en movimiento. Caerme y probar el caldo de cemento y banqueta. Sacudirme inútilmente el agua. Cruzar la acera y saludarla. Disculparme por aparecerme así, de repente. Preguntar si ha escuchado sobre ese tipo extraño de lluvia que seca. Reír. Vernos a los ojos y sentir que estamos en el momento correcto. Abrazarla. Notar como el calor aumenta. Descubrir que las calles tienen un brillo diferente al verlas en el reflejo de nuestros ojos y saber que son nuestras.

Entender que de una u otra forma, Querétaro nos mata.


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