UN OCÉANO PARA AMARTE

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CAPÍTULO 5.

La encontraría y la llevaría a Francia con él, a un lugar donde pudiese protegerla y ponerla a salvo de todos los peligros que entrañaban aquellas aguas. Necesitaba encontrarla, tenerla a su lado de nuevo. Y lo haría, costase lo que costase. Tarde o temprano volvería a tenerla con él, era solo cuestión de tiempo.

—Está bien Damien, buena decisión —acabó susurrando. El joven pareció relajarse con el beneplácito de su general. Chris intervino de nuevo.

—Bastian, debes descansar. —Miró hacia Damien mientras cogía a su general por un brazo echándolo sobre sus hombros—. Ayúdame a llevarlo a su camarote.

Candy había pasado todo el día encerrada en el camarote del capitán. Se había bajado de la cama y arrinconado de nuevo en aquella esquina. Las horas pasaron mientras las lágrimas y los recuerdos lo empañaban todo. No había vuelto a recibir ninguna visita. Estuvo toda la tarde sola, pensando. Cuando el sol comenzó a desaparecer en el horizonte entraron en el camarote sin decir nada. Un joven llevaba una bandeja con varios platos de comida.

—El capitán me ha ordenado que le traiga la cena. Ella ni siquiera había dado las gracias, ni siquiera se había molestado en saludarlo, simplemente había escuchado aquella voz de fondo. El recuerdo de su hermano, su madre, su padre… ¿qué sería de ellos ahora? Lo había perdido todo. Seguramente los estarían buscando, a ella y al profesor William. Lloró más fuerte por la desesperación e impotencia que debían sentir sus seres queridos. Aquello no era justo para nadie. La oscuridad fue internándose en el camarote poco a poco hasta que no consiguió ver prácticamente nada, solo la luz que irradiaba la luna alumbraba de vez en cuando el camarote proyectando algunas sombras.

Estuvo a punto de quedarse dormida cuando escuchó abrirse la puerta del camarote. No hubo un portazo, ni celeridad en los pasos que escuchaba. Finalmente, elevó su rostro y observó entre lágrimas.

Terry llevaba un par de farolillos que alumbraban toda la alcoba. Le costó un poco que sus pupilas se adaptasen a aquella repentina luz. Colgó uno de los farolillos en un clavo que sobresalía cerca de la puerta de entrada y con el otro fue hacia la mesa. No se había dignado a mirarla, simplemente llegó hasta la mesa, depositó el farolillo y observó los platos de comida fría. Directamente su mirada voló hacia ella y, a su vez, Candy apartó la suya.

—No has comido nada.

Cuando se había marchado de aquel camarote lo hizo siendo un manojo de nervios, pero el pasar toda la tarde dando órdenes y gritos lo sosegaron bastante.

Candy no respondió.

—Eh, te estoy hablando —dijo en un tono un poco más fuerte atrayendo la mirada de ella.

—No tengo hambre. Terry fue hacia ella cruzándose de brazos, la observó durante unos segundos y luego tendió la mano hacia ella.

—Ven, debes comer. No quiero tener una prisionera enferma. Ella observó su mano pero desvió una mirada llena de furia hacia sus ojos zafiros, lo cierto es que eran bonitos.

—Pues no la tengas. Libérame, es mucho más fácil.

Terry apretó su mandíbula.

—Hazte a la idea, no voy a liberarte —Lo pronunció de forma lenta, sin ninguna amenazada en su voz, simplemente como quien da el parte del tiempo—. Vamos —insistió—. Tienes que comer.

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