Primer lienzo

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Con paso amplio y curioso caminar, un hombre atravesó una de las calles más concurridas dentro de Soho. Recorrió con sus ojos protegidos por gafas oscuras los locales, y decidió dirigir su paso relajado a uno que llamó su atención.

Vio a varias personas pasar a su lado con expresión incómoda por el ambiente húmedo y frío de la temporada, el hombre vio aquello como una reacción ridícula, considerando que todos los días eran así en Londres. Dejando de lado sus reflexiones sin importancia, puso nuevamente su atención en la tienda que había captado su interés desde la otra acera, y que lucía incluso un tanto fuera de lugar con las fachadas modernas de todos los comercios que cubrían la calle.

Normalmente no era de entrar a ese tipo de lugares, prefería buscar cosas más estimulantes que un local lleno de libros hasta el techo en su día libre. Sin embargo, ese día no tenía humor de nada realmente agitado, y le vendría bien ilustrarse con más profundidad en su trabajo.

Sorprendido por el tamaño del lugar, dio un pequeño silbido que acompañó el ligero tintineo de la campana de la puerta; a pesar de las pilas de libros aquí y allá, podía decir que cada ejemplar no tenía ni una mota de polvo.

Ahora que estaba dentro de la peculiar tienda, podría decir que la sensación de una época anterior que mostraba la fachada, se reafirmaba con la decoración de colores suaves y lámparas de intrincada decoración que conformaban los elementos más destacados del lugar.

Anthony J. Crowley (normalmente llamado Crowley), decidió continuar curioseando en lo que aparecía quien fuera que administraba ese local. Pasaron unos buenos diez minutos para que el hombre mirara el minutero del reloj de la pantalla de su celular algo impaciente.

A lo mejor no fue tan buena idea visitar una librería una tarde de viernes, nadie parecía querer salir a atenderle, y él, con su sensibilidad a la luz, no se sentía muy cómodo leyendo, especialmente por periodos prolongados. Sin embargo, ya había gastado tiempo esperando, le daría una oportunidad más al encargado de aparecer.

Esperó un largo rato observando incómodo los libros desperdigados en medio del establecimiento, se sentó en el sofá cerca de uno de los libreros más grande el del lugar, y permitió relajarse lo suficiente para sentarse en forma poco ortodoxa, dígase: su cabeza caída hacia atrás, y sus largas piernas extendidas a más no poder al frente.

Optó por llenar su decisión de esperar un poco más ojeando el primer libro que tuvo a su alcance, mientras estudiaba la anticuada decoración.

Casi otros diez minutos posteriores, es que decidió que estaba lo suficientemente hastiado de esperar. Crowley era un hombre impaciente y un tanto nervioso; básicamente, lo único por lo que tendría paciencia es su Bentley, y sus plantas, por supuesto. Ni se diga la enorme paciencia que mostraba en su trabajo, diseñar jardines verticales le era bastante satisfactorio (No es que pudiera mucho espacio para grandes jardines en la urbe prolífica de Londres):

La gente pensaba que era extraño que fuera un diseñador de jardines, especializado en aquellos minimalistas o destinados a espacios reducidos.

Decidió irse, pero un jalón de su manga lo detuvo cuando se dio la media vuelta.

Volteó un poco enfadado, para ser recibido con una melena de rizos tan rubios que parecían ser del tono de un pulcro blanco por la luz diurna, de un hombre frente a él.

—Vaya que hasta que alguien se dignó a aparecer —murmuró con un gemido de impaciencia. El hombre apretó los labios pareciendo desorientado, y buscó algo en su bolsillo con un poco de torpeza—. ¿Es usted el dueño?

Crowley observó que el hombre que lo recibió portaba un traje de esos que evocaban una sensación de estar en los años sesenta, que estaba complementado con un corbatín de tartán. El hombre, sin notar su escrutinio, sacó una pequeña libre en la que escribió con apuro:

» ¿Ha esperado mucho tiempo? Ruego me disculpe; soy Azira Fell, dueño de esta librería. Me han estado dando dificultades los cambios inesperados en mi situación, pero con gusto estoy a su servicio.

Crowley leyó la nota lentamente, bastante confundido. Azira observó bastante ansioso el casi nulo cambio en la expresión del otro hombre, las gafas le hacían todavía más difícil leer su expresión. El bibliotecario tomó la pequeña libreta, y pasó a una página limpia, escribiendo en intrincada caligrafía nuevamente.

»Creo que es necesario me explique: soy sordomudo, por el momento no he podido aprender a comunicarme de alguna forma más práctica. Puse espejos en lo alto de la tienda para ver cuando alguien entre a la tienda, pero me temo he estado distraído acomodando algunas cosas atrás. ¿Busca algún libro?

—¿Sordo...? —Leyó Crowley sin esperar esa explicación que dilucidara la extrañeza del comportamiento de aquel hombre que se comunicaba con una libreta—. Oh.

Crowley se sintió como lo peor en ese momento por molestarse. Aclarándose la garganta, bastante avergonzado, mira hacia el frente a los ojos azules y llenos de incertidumbre del dueño. Estira su mano dudando, pidiéndole al hombre le prestara un momento su bolígrafo (al notar que no podía comprender bien lo que le decía). Observó el esfuerzo que hace el otro de leerle los labios. Con una caligrafía un tanto descuidada, contestó:

»Lo siento, no pude haber pensado algo así. Sí, buscó un libro de jardinería o cualquier cosa relacionada con plantas. No me di cuenta. Soy Anthony, pero me gusta que me llamen Crowley.

Le entregó la libreta al hombre en sus manos blancas y notablemente cuidadas, sintiéndose todavía más culpable al ver como este le sonríe agradecido por contestarle, leyendo con una encantadora sonrisa el texto. Tras terminar, Azira lo miró animado, y asintió con un dulzor genuino en su afable expresión.

Azira le indicó que lo siguiera con un movimiento de cabeza. Caminaron al fondo del local, y el hombre de cabellos rubios comenzó a bajar unos libros, entregando cada uno con amabilidad a un, todavía, arrepentido Crowley.

Cuando Crowley comienza a leer los títulos de los libros, varios de ellos enfocados a botánica, el hombre a su lado le jala nuevamente de la manga muy suavemente, luciendo avergonzado de tener que recurrir a eso. Azira le entrega nuevamente la libreta con algo nuevo escrito:

»Sí quiere puede revisarlos; las primeras ediciones no las vendo, pero puede consultarlas. Nuevamente me disculpó por las molestias, llevó muy poco tiempo en esta condición, y apenas estoy encontrando como volver a mi rutina de siempre: ha sido muy complicado.

Crowley sintió un nudo en su estómago al leer eso. ¿Muy poco tiempo...? ¿Significa que es reciente su condición? Aquello hizo todavía peor su sentimiento de culpa, y ahora tristeza. Ese hombre era encantador, hasta percibió injusto que tuviera que pasar por un cambio de esa magnitud alguien tan dulce.

No era justo.

No tenía una razón particular para llevarse todos los libros que encontró Azira para él (a excepción de las primeras ediciones que le hizo prometerle apartarlas para que Crowley viniera a leerlas después).

Crowley prometió volver con sorprendente apremio y firmeza, Azira solo juntó sus manos sobre su pecho, sonriéndole con sus bonitos ojos azules.

Tampoco entendió muy bien la necesidad de observar los libros adquiridos durante un buen rato, sentado en su auto en total silencio. Mucho menos comprendió cuando los admiró otro rato en la tranquilidad de su apartamento.

«Y tampoco es que pueda leer mucho», pensó Crowley, intentando iniciar alguno de los cinco libros bastante extensos de vegetación y botánica en sus manos.

Pero se sintió entusiasmado, recordando que podía volver cuando quisiera a la librería.

Las estaciones de vivaldi [Good Omens] [Ineffable Husbands]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora