Septimo Lienzo

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Algo atormentaba a Azira, eso lo tenía en claro Crowley. Lo que no podía decir, o adivinar, era la causa. Al principio, pensó, era por la ansiedad normal por su condición (que iba disminuyendo con cada pintura acabada, y con cada pincelada más experta que la anterior); o la incertidumbre que todavía sentía con cada curso.

Crowley concluyó que eran ambos, una conclusión precipitada. Por supuesto, en sus miradas largas al perfil del bibliotecario, o el devenir de sus pensamientos, cuando estaba solo, que iban y convergen en la imagen de Azira, no podía ver gestos similares en el otro.

Y es que ver sus afectos cautivos, era un terrible conflicto para Azira Fell. Pues, tan devoto e incondicional que era la amistad aparente de Crowley, todo el tiempo de sus días, las horas de su vida, que le dedicaba en ayudarle, (el saberse prendado de un amor innegable cada vez que buscaba una excusa a sus sentimientos), era como una traición injusta al diseñador.

Azira decidió ignorar sus anhelos, y centrarse en las nuevas formas de lenguaje que estaba aprendiendo, como lo era el curso de señas que iba progresando con satisfactorio éxito, o las pinturas que iban cobrando cada vez más trasfondo y figura. Comenzó a intentar recordar sus sinfonías favoritas, con frecuencia, cuadros llenos de colores de las estaciones que el interpretaba eran propios de cada una (y los más bellos como para honrar las sinfonías de Vivaldi),

Le tenía un especial cariño a Las Estaciones, esas cuatro composiciones que evocaban el cambio y la transformación. Sin duda, (Azira solía sonreír con su reflexión), esas composiciones significaban a todo lo variable en la vida de una persona; por una u otra razón, cuando pintaba sobre la obra de Vivaldi, es que sus dedos creaban siempre imágenes de cielos con el toque de un cambio a punto de ocurrir; un amanecer de verano, una noche de invierno, un día claro de primavera.

Los tonos rojos de ese otoño, que caía sorprendiéndolo al darse cuenta, del tiempo que habían compartido ya. De esos instantes de sus vidas que estaban permitiendo al otro observar.

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Crowley con cada pintura que Azira terminaba, las iba colgando en la librería conforme iba encontrando espacio, o acomodando los libros (bajo meticulosas instrucciones del bibliotecario), para tener alguna pared disponible. Cuando el cuadro tenía alguna dimensión que complicaba colocarlo, es que el diseñador insistía en llevarlos a su apartamento.

La inspiración de Azira comenzó a empujarlo a rumbos propios: cuando el hombre comenzó a integrar las señas en su forma de comunicación, también sus pinturas comenzaron a provenir de imágenes originales en su mente, además de las que hacía en imagen del sonido que recordaba de sus composiciones favoritas.

Así que, conforme las pinturas de Azira iban tomando un rumbo de obras completamente originales, Crowley también decidió esforzarse en una nueva forma de apoyarlo.

Recordaba su formación profesional; nunca repudió la música, aunque tampoco se sentía realizado pensando en esa forma de arte como su vocación de vida; muchas fueron las razones de dejar sus estudios, principalmente, sus padres, y por otra parte, que la creación de música parecía un camino sin propósito.

Con uno de los primeros cuadros de Azira que consideró originales en sus manos (el bibliotecario no pudo negárselo cuando se lo pidió para conservar en su apartamento), tomó sus viejas libretas de hojas y hojas blancas con pentagramas listos para usar.

Leyó, por pura nostalgia, algunas de sus libretas viejas donde practicó a escribir las notas composiciones conocidas por oído (la mejor forma de escribir música, según los agudos sentidos de su madre que sin duda terminó heredando).

Observó la pintura de Azira, y cerró sus ojos largos minutos, dejando que su mente buscara algún sonido que los colores de la obra encontrarán en su vivaz imaginación. Las notas fluyeron, demostrando que sus memorias de esos años que estuvo rodeado de música, no estaban más que un poco empolvados y embotados por el desuso.

Con un par de hojas de pentagrama llenos, es que fue a ver a Azira. No sabía que anticipar de mostrarle que estaba componiendo basado en las imágenes que el bibliotecario; de ese hombre que encontró de pura casualidad en una tarde libre, y que tenía, (Crowley era consciente de ello), sus sentimientos y corazón en sus manos).

—¿Qué es esto, Crowley? —dijo Azira con movimientos cuidadosos de sus manos—. ¿Estás componiendo? No sabía que habías retomado la música.

—No, bueno, no es que retomara la música...pero si estoy componiendo —respondió Crowley nervioso, señalando con un ritmo un tanto apresurado con sus manos; y continuó con un movimiento fluido de mano—. Bueno, escribí esa melodía en base a la pintura que me regalaste.

Azira miró pasmado sus manos, y luego su rostro comenzó a cubrirse de un profundo rubor, que el bibliotecario no se molestó en disimular, al no ser consciente más que de la profunda emoción que las palabras de Anthony le provocaron.

—Has...has compuesto una pieza con mi pintura —formó Azira, con sus manos temblando un poco, y tras una breve pausa pensando en si mejor escribir lo que pensaba, prosiguió con sus manos hablando por él—. Crowley, no sé qué decir, ni como agradecer esto.

—¡No, no! No tienes que...ni siquiera es una pieza completa, en todo caso es una pequeña apertura de una composición para piano —excusó el diseñador, probablemente tan ofuscado en su vergüenza como el bibliotecario.

Azira intentó fijar su atención en la partitura, buscando esconder sus ojos del otro. No teniendo formación en música alguna, no pudo leer el ritmo, o imaginar tonada alguna al observar las notas sobre las finas líneas del pentagrama.

Crowley se sintió un poco mal al darse cuenta el predicamento en que Azira estaba. El bibliotecario, con su ceño fruncido y sus labios apretados, intentaba entender un lenguaje del cual no comprendía su vocabulario.

—Esta esquina de las líneas, donde esta una nota grande y con un trazo diferente —El diseñador, se acercó al otro, y buscó una silla para sentarse junto a Azira, que llevaba todo el rato en su banquillo que prefería emplear para pintar. Crowley señaló con sus dedos despacio, tras tocar el hombro del bibliotecario para llamar su atención a sus manos—; es la clave con que están las notas, y la que te indica en qué tipo de ritmo irán, como la forma en que deben leerse: Un Re en clave de Sol, no es lo mismo en esa posición en otra clave.

Crowley se enfrascó hasta caer la noche, en instruir a Azira a leer una partitura, al menos hasta sus habilidades le permitían encontrar la manera de instruir a alguien.

Ambos encontraron un lenguaje propio: donde uno escuchaba con sus recuerdos y sus ojos, hablando sus pensamientos con sus manos; y el otro, entendía cada palabra, creando música, que al final ambos interpretarían sin sonido.

En algún punto, cuando su lenguaje se mezcló en forma tan íntima para ambos, dejaron de saber si la música venía del lienzo, o las pinturas del pentagrama.

Las estaciones de vivaldi [Good Omens] [Ineffable Husbands]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora