4.- Harina, Masa y Pan.

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Las noches de invierno se hacían más crudas al adentrarse el mes de julio. Era lo usual y a lo que estaban acostumbrados los habitantes del pequeño poblado de Nueva Selenia. En sus pequeños y cálidos hogares, las personas se abrigaban y preparaban alimentos calientes para pasar el frío. Muchos no salían de sus casas después de las cinco de la tarde.

Y es que en el poblado a las cuatro y media de la tarde se ponía el sol, a las seis ya estaba completamente oscuro. La combinación de hielo y noche traía muy malos recuerdos a los Neoselenitas, quienes quedaron marcados después del incidente de hace diez años, quienes ya nunca más oyeron las voces de los niños jugando por las plazas ni llenando las aulas.

La gente no suele hablar de ello, una antigua noticia en un diario de la pequeña biblioteca del pueblo mencionaba parte de los hechos del 14 de julio de 1995. La tranquilidad del pueblo desapareció esa noche, aún la gente lo recuerda con tristeza. 

Estaba atardeciendo, la gente volvía de la escuela y sus trabajos, se movían por el pequeño poblado para hacer las compras del fin de semana, era un viernes como cualquier otro. Ese día, un hombre llegó al pueblo., un forastero. Era un sujeto alto y de caminar encorvado, portaba ropas andrajosas aunque abrigadas. Venía acompañado de una mula enferma que a duras penas arrastraba una carreta con paquetes grises. 

El hombre se detuvo en la plaza de la ciudad, frente a la iglesia. Aparatosamente se acercó al sector de las bancas, cerca de donde estaban los columpios y juegos infantiles. Con dificultad y quejándose se sentó en una banqueta, los niños que jugaban cerca se percataron de su presencia y se acercaron curiosamente a mirar al extraño. 

Los niños decían que olía mal, hacían gestos con la mano tapándose la nariz y se burlaban. El hombre huraño dio una mirada penetrante a uno de los chicos. Un siseo horrible lo apartó a la vez que lo hizo llorar. El mal aliento y la falta de varias piezas dentales  seguro le hicieron correr. Su tez blanca y la apariencia enferma de su cara dieron advertencia a los que pasaban por ahí.

Un policía se le acercó para hacer que se fuera, pero antes de que le dirigiera la palabra al forastero, éste dio media vuelta, desenganchó el carro de la mula y se fue caminando a un cerro. El uniformado le pidió que volviera para preguntarle algunas cosas, pero prefirió dejar que se marchara. 

Pasaron las horas, estaba oscuro y hacía frío. La carreta seguía ahí con todos esos paquetes grises.  El policía había dado aviso al municipio, pero nadie se quiso hacer cargo. Pensaron que sería buena idea dejarlo ahí por si volvía el forastero. Aunque había algo con lo que no contaban: la loca Carmen.

Carmen era una mujer solitaria que vivía en la última casa a orillas del cerro, sobrevivía precariamente con la solidaridad que le entregaban algunos vecinos. Con los años se había vuelto agresiva y ermitaña, las enfermedades de la mente la estaban consumiendo. Esa noche Carmen salió de su casa como era de costumbre, de camino al parque donde hacía sus necesidades en uno de los pinos grandes de la plaza. En su andar dio por casualidad con la carreta, se acercó a observar los paquetes grises.

Había al menos 20 sacos, en todos se observaba un dibujo de un ojo, con tres pestañas arriba y tres abajo, de pupila negra.  Con una navaja, Carmen abrió uno de los paquetes y al percatarse de lo que había dentro ¡Se puso a saltar de alegría! 

Y es que en los sacos viejos había harina, no olía muy bien, pero a la vieja loca le daba exactamente lo mismo. Con paciencia logró mover varias bolsas desde la carreta hasta su casa, donde las apiló en el comedor. Carmen no perdió el tiempo, se lavó las manos y empezó a fabricar pan. Revisó en la despensa y tenía todos los materiales. La masa era extraña, ligosa y seguía expeliendo un olor raro después de ser mezclada con levaduras y agua.

Infierno psíquicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora