capítulo I

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Venía caminando cabizbajo y con paso cansino como de costumbre, un paso un tanto fuera de lo común para un hombre joven como yo -si se puede ser joven a los treinta- parecía que me pesara aquel atavío oficinesco que también me era bastante característico. Era un día normal en términos generales, pero para mi particularmente no podía serlo. Era lunes. Había un no se que de melancólico en mis lunes que no podría bien definir, el caso es que a pesar de gozar de un buen tiempo; un cielo aún azul y despejado, para mí era un día parco y soso del que no esperaba nada bueno.

Caminaba de vuelta del trabajo, del cual no podría decir que es poco menos que un vulgar y aburrido trabajo de oficina en la editorial de un mediocre periódico local. Si, ese era el problema, era lo suficiente mediocre, mas no lo suficientemente tonto para no darme cuenta de mi mediocridad. En eso envidio a los tontos, tienen esa común capacidad para creersen originales y talentosos, omitiendo la verdadera mierda que alberga inexorablemente su vida. Goethe prefirió llamarlos venturosos, si, creo que concuerdo en esto con él, son realmente afortunados estos sujetos.

Iba camino a casa, mientras como de costumbre mi mente hacía ese tipo de cavilaciones que desearía algún día dejasen en paz mi exangüe cabeza. Un tumultuoso conjunto de ideas que me imbuían a diario en una insoportable introspección que agitaba mi cabeza como un conjunto heterogéneo tormentoso de críticas autodestructivas que se anclaban fuertemente en lo profundo de mi consciencia; atacándola, sacudiéndola y golpeándola una y otra vez; cíclicamente desde diversas perspectivas, sin tener yo sobre dichas fuerzas, otro papel que el de un sumiso espectador sometido a fuerza a padecer las una y otra vez, hasta que ellas mismas, con una abominable autosuficiencia, decidieran amainar, más de repente de lo que decidieron alojarse en mi cabeza.

Decidí como de costumbre en estos días, mis días grises como solía llamarlos, hacer antes de llegar a mi casa una breve estación. En la mitad del boulevard D_, respecto a mi habitual recorrido; en medio del comercio vespertino poco concurrido, había hallado yo hace un poco más de un par de meses una pequeña floristería de singular aspecto. Era la floristería de una vieja cincuentona de baja estatura y aspecto cándido.

Cada vez que me urgía subir algo mi fluctuante ánimo -una o dos veces por semana, en pocas ocasiones, ninguna- entraba en la rústica floristería con un objetivo claro. Y es que entre los tulipanes, las rosas, las hortensias, los claveles, los girasoles..., que atiborrraban sobremanera la acogedora tiendecita; tras una vieja y gran vitrina, estaba siempre allí indefectiblemente Teresa.

Teresa era una jovencita de veinipocos años, de un talle delicado y una silueta que delineaba caprichosamente su delgado pero esbelto cuerpecito. Tenía una larga cabellera color castaño cobrizo que se descolgada semicrespo y voluminoso casi sobre su pequeña cintura. Su tez blanca y sorprendentemente límpida, dejaba claramente dibujar por sutiles trazos carmesí una bonita sonrisa de inefable expresión que hacía un dulce juego con sus prístinos ojos acuosos y grandes que no dejaban de reflejar la ternura e inocencia de un alma virginal.

-Teresa- saludé con un tono jovial y una pequeña genuflexión algo pretenciosa mientras mi mano derecha despejaba a mi cabeza de mi tosco y pequeño sombrero.

- Señor Miguel- , respondió con su permanente sonrisa dibujada sobre su delicado rostro. Cuanto odiaba yo ese formalismo, ese "señor".

Ese momento, ese era "mi momento", del que alguien mal podría juzgar como efímero e insignificante; pero...,¿Existe acaso algo más relativo que el tiempo? ¿Existe acaso algo semejante, con una percepción tan abstracta?
Se puede en un segundo soñar una vida entera, o bien en un par de minutos vivierse una eternidad, para bien o para mal, eso siempre depende; asimismo, y en contraste se nos puede escapar una década o quizá más, que se yo, como se escapa el agua de entre las manos cuando se trata de coger en un puñado. Los minutos, los mismos inmutables minutos, pueden ir tan rápido como se le escapa el tiempo a dos pueriles enamorados que se afanan en sacar provecho a los instantes más insignificantes para sustraer de sí lo mejor de su añorado idilio; como pueden ir tan despacio como el aletargado tiempo sobre el que trascurre el oficio de ese trabajador frustrado y aburrido en el óbito de su propia esencia.

Tautologías: La Melancolía De Lo Absurdo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora