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Capítulo dos

El sol comenzaba a ocultarse, dándole paso a un cielo estrellado y una luna dadora de vida. La cafetería en la que solía trabajar estaba quedándose casi vacía, pero aún así era mi deber quedarme hasta que mi turno finalizara. 

Ese día, un miércoles de enero, fue cuando la campana de la entrada sonó, avisando que alguien más había llegado al lugar. Dejé de limpiar los vasos para atender al nuevo cliente, y la vi, entrando con toda la gracia y delicadeza que sólo ella es capaz de portar en un conjunto tan simple como lo eran unos jeans y un suéter de lana. 

Se acercó a mí, aún con ese aire de sofisticación que la rodeaba, pidió un frappé y un pastelillo de arándanos. Me encargué de su pedido y se lo entregué, con una sonrisa encantadora me agradeció y se instaló en una de las mesas más alejadas del lugar. 

La observé escribir en una pequeña libreta durante horas, veía como cambiaba el color del bolígrafo a medida que avanzaba su escritura. Por momentos sonreía, otros se enseriaba y en unos pocos sus comisuras señalaban en dirección al suelo. No sabía qué era exactamente lo que escribía, pero me cautivaba la manera en que se expresaba sin tan siquiera leerlo, pues su rostro y los gestos que hacía lograron maravillarme por completo. 

Se volvió costumbre suya llegar todos los miércoles a la misma hora, ordenar exactamente lo mismo cada vez y sentarse a escribir en la misma mesa del fondo en la cafetería. Y mía, observarla meticulosamente mientras garabateaba con diferentes tonos, se reía, entristecía y enojaba con su propia escritura, y deleitarme con esos versos que tantas ganas me daban leer. 

Hasta que un día, en vez de acabarse su frappé, recoger sus cosas y marcharse, se acercó a mí. Con esa sonrisa que derrochaba confianza y una elegancia sin igual, me saludó. 

—Este es un lugar maravilloso —me dijo echándole un vistazo a las instalaciones. 

—Supongo —me limité a responder, sintiéndome intimidada por el aire de alteza que emanaba cada poro de su piel. 

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó de pronto, en lo que yo continuaba con mi labor de mirar atentamente los pastelillos de manzana que yacían en un plato sobre el mostrador, evitando a toda costa sus ojos. 

—Á... Á... —fue lo único que salió de mis labios, me maldije mentalmente en cuanto soltó una risita. Levanté la mirada y no pude evitar pensar lo preciosos que me parecían sus ojos, eran de un color que entre muchos otros no tenía nada de extraordinario, eran de un café bastante claro, pero tal vez la chispa que revoloteaba en ellos fue la razón de que se me antojaran tan atrapantes. 

—Un gusto, Á. Puedes llamarme S —dijo, adornando la oración con un guiño. La bola de nervios en la que me había convertido con su simple presencia no agradeció eso, pero hasta ahora, me parece uno de los actos más sensuales y preciosos que tuve la oportunidad de conocer alguna vez. No sé si esto tenga que ver a que provino de S, tal vez así sea. 

S, querida S... si tan sólo supieras que desde ese día me encuentro profundamente encarcelada en el color de tus ojos. 

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