Capítulo I

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Pequeña Princesa

Podía escuchar claramente, los pasos aletargados del caballo ya mayor que me transportaba a un destino cruel. Todo estaba oscuro, debido a que no había ventanas, pues a los esclavos ya no se les permite ver el sol sin permiso de su amo. Al estar sentada al lado de mi madre en su trono, me había parecido una ley del todo justa, pero ahora la ironía parecía más que notable. Sin embargo, lo que me preocupaba, era el no entender cómo llegué a esta situación, siendo un día la princesa del reino de murallas más blancas, la prominente hija de la reina, la bautizada por sacerdotes santos, la única heredera al trono, Emma Swan; y al siguiente una prisionera de guerra. Comprada y vendida por la reina enemiga, quien derrumbó las puertas de mi reino, conquistando todo, derrocando a mis padres los sabios Encantadores.

Pero, el hecho de no poder ver nada lleva este momento a ser lo más terrible, agudizando mi olfato, para no perder percepción, del incansable olor a desesperación, sudor y sangre de este agujero. Sentía además un miedo que no podía describir. Es una sensación terrible de saber que nada acabaría bien. Ya la había sentido antes, el día en que el reino cayó. Lo recordaba perfectamente, ese día, llegó un mensajero del reino más allá de los bosques, montando un caballo marrón de larga crines, cargando con orgullo el estandarte de la reina, llevando sobre su cuerpo ese uniforme completamente oscuro con destellos plateados que era tan característico del azote de la muerte; quien traía consigo un pedido personal de la reina para mi madre, el cual fue leído en voz alta en la sala del trono.

"Pará la asesina Reina Snow, entrégate para que respondas por tus crímenes, no importa que te ocultes detrás de tus enormes muros, yo los derribaré. Haz lo correcto por tu gente y evita la muerte de miles. No deseo nada más que a tu persona. Abre las puertas y entrégate. Prometo solemnemente que ningún ciudadano morirá.

The Evil Queen."

Mi padre David río ante aquella carta sin saber cuán reales eran sus palabras. Para el medio día, el reino estaba sitiado por el ejército más grande jamás visto. Al menos dos mil de caballería, tres mil arqueros a pie y cuatro mil soldados entre escuderos y lanceros. Guiados por la misma reina, quien decían era implacable y hermosa. Los ciudadanos estaban llenos de pánico, las mujeres corrían con niños en brazos a ocultarse en sus casas mientras los hombres tomaban armas ante una inminente invasión, esperando órdenes del consejo que se reunió rápidamente para exponer la solución más pacífica, entregar a la reina, no obstante, el Rey David prefirió morir antes de entregar a su esposa, a mi madre, sin saber que eso causaría mi ruina, la ruina de su única hija.

La guardia real estaba en el castillo. Al menos seiscientos hombres, de los más leales del reino, con entrenamiento extra y larga experiencia en batalla, quienes habían conquistados todos sus miedos y dominado a cada enemigo según sus historias, pero que pese a todo temblaban bajo la expectativa de morir en manos de la reina, pues su poder iba más allá del militar. Poseía magia oscura tan poderosa que no necesitaba ningún ejército para salir victoriosa. Ante ese hecho, mi madre, la reina, me abrazó en el salón del trono mientras David gritaba órdenes a sus soldados, una escena más que sombría, pues el castillo realmente era lo único que podían proteger, nunca a su pueblo, nunca a su gente. El plan era tan solo resistir hasta que todos los hombres estuvieran muertos, o al menos eso creía mi padre.


La vi desde el balcón, saludando y sonriendo, con su cabello negro trenzado elegantemente, resaltando su armadura oscura con ligera capa roja atrás, sin embargo, su rostro, su aspecto que más curiosidad me causaba estaba lejos de mi percepción. Quizás con un poco más de tiempo la hubiera conocido, la hubiera gravado en mi mente para tener a quien culpar por mis desgracias, pero el brazo preocupado de mi madre tiraba de mi para alejarme a un lugar seguro, un lugar donde ella no pudiera alcanzarme. Por ello, para cuando Regina llegó al salón del trono, yo ya me encontraba escondida para mi protección, detrás de uno de los muros en un pasadizo secreto que solo había sido usado por mi madre y sus más leales consejeros. Fue así, como nunca logré ver a la reina, por más que intente dejar una pequeña rendija, apenas del tamaño de un hilo, para dar con su rostro, solo alcance a oír su voz, una que presumí odiosa. Sin embargo, no pude lograr más, la oscuridad llegó a mi mucho antes. Un golpe sobre mi cabeza y todo se desvaneció. Y ahora me encuentro aquí, a minutos de ser vendida como esclava, siendo presa del miedo, deseando haber hecho muchas cosas antes. Cosas banales, como enamorarme, hacer el amor por primera vez, inclusive oler las flores parecía un sueño ahora, pues las esclavas dejan de vivir para servir, de las formas más repugnantes posibles.

Las Dos ReinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora